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Argentina y las nuevas ideas mercantilistas de Trump

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17 febrero de 2020

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Influyentes sectores de Estados Unidos y del G20 imaginan que Donald Trump quiere convertir el proceso de modernización de la OMC en una de las piezas demagógicas y circenses de la campaña destinada a generar su reelección presidencial. Creen que está concibiendo nuevos e injustificados ataques contra las reglas básicas de esa organización, cuyo principio de Nación más Favorecida (NMF) lo tiene muy molesto. El nuevo enfoque estaría destinado a conseguir un escenario en el que su gobierno pueda definir reglas más sesgadas y proteccionistas con el subsiguiente declive del comercio global, una apuesta capaz de dejar boqueando a países como la Argentina.

Construir tal plataforma con la ilusión de hacer que la economía de Estados Unidos quede menos expuesta a los riesgos del intercambio global y cerca de la brillante doctrina que detonó la Crisis de 1930, es una verdadera genialidad. Reproducir semejante desgracia debería hacerlo acreedor a una singular categoría del Premio Nobel. Más de 1.000 economistas de su país advirtieron de ello en 1930 y muchos más de 1.000 economistas se lo advirtieron por escrito, sin suerte, al propio Donald.

El pasado viernes el servicio Market Watch confirmó mis anteriores predicciones (basadas en datos de la Reserva Federal), al señalar que dentro de la próspera era Trump el sector manufacturero acaba de registrar su cuarta caída mensual consecutiva, razón suficiente para llamar a sosiego a los analistas y plumíferos diletantes que nos proponen bailar festivamente en la cubierta del Titanic.

La molestia del Jefe de la Casa Blanca nació al saber que los beneficios obtenidos con los acuerdos preliminares que acaba de suscribir con Japón y China, o el que podría surgir del hoy complejo miniproyecto que supuestamente se concebirá con la Unión Europea, deberán ser compartidos, sin negociación, con los demás miembros de la OMC por no cumplir con las normas sobre acuerdos regionales de integración y de acceso al mercado. La mayoría de los presidentes de Estados Unidos, no sólo Trump, tienden a pensar que las disciplinas del comercio global se aplican sólo a la gilada, no al comercio de su propio país.

Como advertí con lenguaje menos directo en columnas anteriores, tanto en Washington como Nueva York también se habla mucho de la supuesta intención de la Casa Blanca de terminar su participación en el Acuerdo Plurilateral sobre compras del Estado de la OMC (Government Procurement en inglés), en el que Estados Unidos ofrece un interesante mercado de unos US$ 1.700.000 millones (o sea unos cuatro PIB anuales de Argentina a los precios actuales del dólar, sin entrar en la discusión tecnocrática acerca de si el cálculo está bien o mal hecho, para lo que recomiendo el diálogo con gente más dedicada al tema como Juan Carlos de Pablo, Daniel Artana, Martín Tetaz o, si tiene ganas y tiempo, Roberto Lavagna: yo sólo estoy intentando una referencia ilustrativa).

En similares marcos informales, la dirigencia europea contempla la posibilidad de que Trump también aumente el nivel de los aranceles de importación de su país consolidados (“bound”) en la OMC, lo que acabaría de una vez por todas con el estúpido comentario (“sí, pero a pesar de Trump Estados Unidos aún hoy es una economía bastante abierta”) y convertiría este proceso en una bomba nuclear para el Sistema Multilateral de Comercio (ya que habría que hacer una gigantesca renegociación de concesiones y otros compromisos bajo las reglas del artículo XXVIII del GATT, algo similar a lo que podría depararnos la fiestita del Brexit). Ello sin contar la colosal recesión e inflación de costos que puede originar semejante medida.

Además, esa gesta nos echaría encima la confusa realidad de que las negociaciones destinadas a resucitar el Organo de Apelación de la OMC (no me refiero a la fórmula UE-Canadá y otros, que es una positiva pero ingenua cataplasma), mientras la Oficina del Negociador Comercial (el USTR) se limita a ganar tiempo con un interesante documento de antecedentes, pero hasta donde sé (puedo estar mal informado), no un proyecto específico de reforma (supongo que tales garabatos ya existen y circulan entre los amigos más cercanos de Washington), de modo que hoy por hoy parece que estamos en el primer casillero y sentados sobre nuestras manos.

Lo que sí es oficial y se halla publicado en el Federal Register de Estados Unidos del pasado 10 de febrero (el Boletín Oficial de ese país) es una notificación que evidencia la mentalidad del gobierno Trump al explicar las atribuciones confiadas al USTR para reemplazar, unilateralmente, las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC) sobre la definición de país en desarrollo. Ese manejo autónomo de la realidad es un subproducto de las ideas y relatos que se vuelcan a la legislación nacional. En Estados Unidos las leyes internas tienen prioridad sobre las obligaciones internacionales suscriptas por el gobierno federal. Washington considera que su propia ley le provee de facultades para hacer lo que le da la gana y como le da la gana en materia de política comercial (lo que significa una violación de los párrafos 4 y 5 del Artículo XVI del Acuerdo de Marrakech que estableció la OMC), un tema que debería salir del closet con cierta urgencia.

Bajo el aludido paraguas jurídico, el USTR decidió armar seis criterios para ensamblar su propia lista de naciones en desarrollo (PED), distinta de la vigente en la OMC (que es la única entidad contractual). Sin embargo, aún no hizo circular ninguna propuesta para reactivar el sistema de solución de diferencias con la misma diligencia que tiene cuando se prepara para declarar guerras o guerritas comerciales sin rendirle cuentas a ningún poder terrenal o celestial, salvo a los órganos legislativos de su propio país que entienden sobre la Ley de Promoción del Comercio.

A los efectos prácticos del Acuerdo sobre Subsidios y Derechos Compensatorios, la lista de países jerarquizados que el USTR ya no considera país en desarrollo (ahora estos países juntan millas como países emergentes) incluyen a la Argentina, Brasil, India, Indonesia y Sudáfrica. Para elegir a las naciones que integran “su” lista particular se fijaron normas vinculadas al ingreso per cápita; la participación en el comercio global; la membrecía o el deseo de ser miembros de la OECD (razón por la que dejaron de ser PEDs Colombia y Costa Rica, dos conocidas potencias económicas mundiales) y la aludida pertenencia al G20.

Y si bien tal doctrina no me inhibe respaldar al actual Presidente cuando dice que Estados Unidos es también un país en desarrollo, me reservo el derecho de creer que lo hace para aludir al desordenado vacío que generó Washington al renunciar a su antiguo liderazgo en varias instituciones y rincones geoestratégicos del planeta como sucede con China y el resto del Asia; ciertas regiones del Medio Oriente y América Latina para empezar a conversar. Por otra parte, y como se vio en el nuevo NAFTA (USMCA o T-MEC) la Casa Blanca forjó una peculiar versión del trato especial y diferenciado mediante el uso de reglas de origen y otras formas de proteccionismo regulatorio (estándares laborales por ejemplo) que le permiten reciclar a mano el déficit comercial de su intercambio con México y Canadá, algo que no puede hacer ningún PED del montón. Crear trato especial y diferenciado para la primera potencia militar del planeta y, por ahora, la primera economía del mundo, es una forma de justicia que alguien me tendrá que explicar.

Según los muchachos (y chicas) del USTR, Argentina dejó de ser país en desarrollo a los efectos de establecer sus derechos en investigaciones estadounidenses sobre subsidios, por pertenecer al G2o. Que es como decir que uno dejó de ser pobre, calvo o ciego por ser miembro del Jockey Club, La Cámpora o el Club de las Pecadoras al que pertenece la popular animadora María Isabel Sánchez. El G20 es un foro de Jefes de Estado y de Gobierno destinado a servir como mecanismo de cooperación y diálogo, no para adoptar y aplicar disciplinas contractuales como las que existen en la OMC, diferencia legal e institucional que el USTR debería conocer con cierta profundidad.

En su momento esta columna ya había mencionado las ideas de Washington sobre cómo categorizar las naciones. Al hacerlo destaqué que la tradicional noción de la OMC de ser declarado PED por autoelección era y es un disparate. En el fondo un disparate tan grave como discutir pobreza y cualquier otro factor que no se refiera a graduar las naciones por su capacidad de competir, no de resolver sus problemas sociales y políticos, enfoque que hasta ahora no permeó en esa organización.

Las ventajas que están en juego en las reglas de un acuerdo contra los subsidios, se refieren a la aplicación del concepto de “de minimis”, que son subsidios marginales que se consideran como una categoría inimputable con derechos compensatorios. Así, los PED exportadores dejan de ser imputables por el uso de subsidios si éstos no llegan al 2% del valor exportado. A las naciones desarrolladas y a las emergentes se le aplica una tolerancia de sólo el 1% de ese valor. A los PED también se les admite subsidios de hasta un 3% del volumen si la suma de las importaciones del país que caen en esta última categoría, son inferiores al 7% del volumen total ingresado del producto en cuestión. Estados Unidos debería explicar como concilia el hecho de tratar a un país como emergente para aplicar las disciplinas contra los subsidios, pero lo incluye como PED al beneficiarlo con su Sistema General de Preferencias, cuyo tratamiento sólo cubre, por definición, a las naciones en desarrollo.

Ese pedido no invalida el hecho de que la lógica y la consistencia no son las mayores virtudes de mi amigo Donald, de sus apóstoles o de este modesto columnista.

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