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Nueva etapa, muchas dudas

Héctor Rubini 09 diciembre de 2019

Por Héctor Rubini Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

Mañana comienza el ciclo presidencial de Alberto Fernández. Sus políticas económicas serán el foco de atención de prácticamente toda su gestión. Su éxito o fracaso se evaluará respecto de tres dimensiones básicas: estabilidad, crecimiento y calidad de vida. Obviamente, será determinante para el resultado de las elecciones legislativas de 2021.

Las presiones latentes de fin de 2015 no fueron suficientemente descomprimidas en los cuatro años de Mauricio Macri. Los abruptos saltos de tarifas públicas y del tipo de cambio jugaron un rol central en la inestabilidad de costos y precios en dicho período. Con relación al pasado reciente, existe consenso respecto de que en términos reales el tipo de cambio actual no estaría “atrasado”. No sería ese el caso de las tarifas públicas, cuya dinámica futura es una incógnita. Se ha anunciado en la campaña electoral que serán desdolarizadas. Algo de resultado incierto, que sólo se puede sostener si el tipo de cambio inicia un sendero de estabilidad permanente, algo que está por verse. Desdolarizar tarifas con dólar para arriba sólo asegura el retorno a cortes en el suministro de electricidad, gas, e incluso de agua. ¿Qué hacer entonces?

En el anuncio del nuevo Gabinete se prenunció un aumento de salarios y jubilaciones. La disponibilidad de fondos, sin una previa baja de impuestos, es para no pocas empresas un imposible. Para el Estado, sin subir impuestos, o bajar otros gastos, otro imposible. ¿Quo vadis? Bajar impuestos exige bajar el gasto público. No es claro cómo hacerlo. Algo exigirá el FMI, organismo que desea estar en la mesa de negociaciones sobre la deuda pública con acreedores privados.

El nuevo Gobierno apuesta con fuerte énfasis a un Consejo Económico y Social para coordinar esfuerzos fiscales con demandas sectoriales de todo tipo, algunas complementarias, otras encontradas. Como conciliarlas, y traducirlas en políticas operativas y aplicables de inmediato, exige un tiempo que ciertas urgencias no lo admiten. Si tendrá o no costo fiscal, hoy por hoy, nadie lo sabe.

Operativamente, la prioridad inmediata es un plan contra el hambre. Se habló en la campaña electoral de destinar $ 100.000 millones a tal efecto. Según el dato a septiembre del Indec, habría en Argentina unos 15,9 millones de pobres. La distribución de esa cifra arroja apenas $6.289 por persona pobre, poco más del 50% de la canasta básica alimentaria mensual para septiembre de este año. Un ataque en serio a la pobreza en un año exigiría una cifra 24 veces superior. Aumentar el gasto público en $ 2,4 billones sin nueva deuda ni aumentar impuestos es viable sólo con emisión monetaria. La base monetaria promedio en septiembre era de $1,34 billón. Llevarla a $3,74 billón desde un escenario inicial con una inflación superior al 50%, y que es la tercera más alta en el mundo, conduce inequívocamente a una hiperinflación. ¿La idea es una vía intermedia? ¿Cuál? Nadie lo sabe.

Una salida habitual para estos casos es subir las retenciones a las exportaciones agroalimentarias. Su atractivo no es poco: fáciles de recaudar, se promueven con un discurso populista atractivo para los votantes (la gran mayoría de la población no es productora agropecuaria), y si bien desalienta la producción en el mediano-largo plazo, promueve el consumo. Todo gravamen a la exportación de cualquier producto se traslada de comercializadora a productores. Por sus efectos distributivos y asignativos equivale a la aplicación de un subsidio al consumo y un subsidio a la producción. Problemas en la realidad: exacerba la demanda agregada y desalienta la oferta, de modo que el efecto antiinflacionario inicial de reducción de precio interno a nivel inferior al internacional, se revierte a medida que cae la oferta local. En el caso de los derivados de soja, reduce el costo de alimentos balanceados para los productores de carne. Pero el precio de ganado en pie (y de la leche) al productor es uno, y el que paga el consumidor minorista es varias veces mayor. ¿Concentración de mercado, carga tributaria alta en la cadena de comercialización, “avivadas”? Veremos que hará la nueva Secretaría de Comercio.

Subir retenciones no resuelve nada de esto. Reimplantar las Juntas Nacionales de Granos, o copias parciales del IAPI de mediados del siglo pasado, peor aún, es una fuente de futuros costos fiscales, y no pocos conflictos políticos. No es momento para eso.

Ahora bien, si las retenciones no se aplican de manera general y uniforme, surge además la conflictividad por el tratamiento heterogéneo a productos de origen agrícola y no agrícola. ¿Por qué gravar al agro y a los bienes industriales y servicios, y subsidiar o no cobrar retenciones a exportaciones de petróleo y gas, como las de Vaca Muerta? Aun resuelto estos conflictos, no es claro que la recaudación de retenciones sea coherente con el crecimiento ni la estabilidad en presencia de desequilibrios fiscales a ser financiados con emisión monetaria.

El tema de la deuda, a su vez, es un problema en sí mismo. Los vencimientos en los próximos cuatro años son imposibles de pagar. Suena a ciencia ficción imaginar, siquiera, evitar una reestructuración de vencimientos y sin pérdidas para los acreedores, al menos a valor presente. Cómo minimizarlas y evitar una nueva avalancha de juicios contra nuestro país, dependerá de la estrategia del flamante ministro de Hacienda y su equipo de economistas y abogados que resuelvan ese problema. Condición necesaria para que baje la prima de riesgo país, y se recupere un cierto mínimo de confianza para cierta estabilidad que permita bajar las tasas de interés locales. Si no, el nuevo Ministerio de Desarrollo Productivo será ineficaz desde el inicio.

La herencia es compleja. La capacidad para resolverla y cumplir con promesas electorales está por verse. Al igual que en el Gobierno de Macri se ha optado por no tener un Ministerio de Economía, sino dividirlo en varios: Economía (para tareas de Hacienda y Finanzas), Desarrollo Productivo, Agricultura, Transporte y Obras Públicas. También hay cuestiones propias de un real ministro de Economía que serán incumbencia de los ministros de Interior, Desarrollo Social, Medio Ambiente, Vivienda y Ciencia y Tecnología. Todo a su vez, bajo el paraguas de la nueva vicejefa de Gabinete. ¿Será la verdadera ministra de Economía? Nadie lo sabe.

El riesgo es que todo esto resulte ser más de lo mismo, pero con distintos ejecutores. Aumentar la cantidad de ministerios y mantener la cartera de economía desintegrada y subordinada a la Jefatura de Gabinete es, probablemente, la causa básica del fracaso económico y electoral de la administración que hoy llega a su fin.

Evitar repetirlo no será fácil. Exigirá entre otras cosas no retornar a las prácticas y enfoques errados del período 2008-2015 (incluida la lamentable lógica amigo-enemigo, el núcleo de la llamada “grieta”). Y, fundamentalmente, un programa de estabilización y crecimiento sostenible y creíble. Algo que, al menos por ahora, brilla por su ausencia.

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