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Como en 2002, las retenciones pueden ser parte de la solución

06 noviembre de 2019

Por Francisco Eggers Economista de la UNLP

El diseño de una política económica requiere un diagnóstico (¿cuál es la situación inicial?), priorización de variables (¿qué es lo que más importa?) y la fijación de objetivos (¿adónde se quiere llegar? o, al menos, ¿en qué dirección se quiere ir?). Además, es necesario proyectar cómo van a evolucionar las variables no controladas por la política, y cómo reaccionará la economía ante los posibles cambios (modelo de comportamiento económico). A partir de ahí se planifican las políticas a implementar: qué medidas se tomarán, con qué intensidad, con qué secuencia temporal. Tal vez no siempre todos estos componentes hayan sido racionalizados explícitamente; pero seguramente estuvieron presentes, al menos implícitamente, en cada política implementada.

Por ejemplo: el actual Gobierno, al asumir, creía que, solo por ser más amistoso con los empresarios (más proclive a bajarles los impuestos y menos a regularlos), habría una “lluvia de inversiones” que impulsaría el crecimiento; que la política fiscal y la monetaria podrían ser independientes, ya que la inflación se controlaba a través de la tasa de interés; y que la deuda pública no era un problema, sino la solución a las restricciones presupuestarias. Esto implicaba, como mínimo, un diagnóstico y un modelo de comportamiento alejados de la realidad. Al menos en los dos primeros años se subestimó el problema del déficit fiscal: sólo se bajaron subsidios tarifarios (con aumentos que valorizaban a las empresas prestadoras), más que compensado por reducciones impositivas y mayores intereses a pagar, fruto del endeudamiento. Así, los datos oficiales de la Cuenta de Inversión muestran que el déficit del Sector Público Nacional en 2016, 2017 y 2018 fue mayor, en porcentaje del PIB, que el de 2015. Además, se financió con mayor endeudamiento, sin lograr a cambio que baje la inflación.

En 2019 el déficit fiscal volvería a niveles similares o poco menores a los de 2015, pero el cuasi fiscal (el del BCRA) aumentaría, de modo que el déficit total sería claramente mayor. Esto, en un contexto en que las posibilidades de financiamiento se angostan, porque los mercados privados de deuda están prácticamente cerrados para el Gobierno, a lo que se suma que la aceleración inflacionaria provocó una disminución de la demanda real de dinero, que comprime la vía de financiamiento a través de emisión monetaria. Para colmo, el FMI en poco más de un año prestó US$ 44.000 millones, que sirvieron más para subsidiar la compra de dólares de particulares que para estabilizar la economía, lo que desalienta nuevos desembolsos de organismos internacionales.

En esta coyuntura hay que entender que no hay más remedio, si queremos revertir la situación, que bajar el déficit fiscal. El que tenemos no es financiable en forma sostenible: no podemos tomar suficiente deuda, ni emitir suficiente dinero, ni vender suficientes activos como para solventarlo. Probablemente se posterguen (en acuerdo con los acreedores, o no) pagos de deuda, pero eso sólo gana tiempo, no sustentabilidad.

¿Cómo reducir el déficit? Aumentando ingresos y bajando gastos. En cuanto a éstos últimos, lo que se puede hacer en el corto plazo ?con efectos significativos en las cuentas públicas? es disminuir los intereses a pagar en pesos, con impacto principal en el déficit cuasi fiscal. Ya se empezó a hacer (en los últimos días bajó tanto el saldo real de pasivos monetarios remunerados del BCRA como la tasa de interés que pagan), pero hay que avanzar bastante más.

El resto del gasto ha descendido en los últimos meses pero, en gran parte, en forma artificial: el poder adquisitivo de las jubilaciones bajó por la aceleración de la inflación; nadie recomendaría que siga bajando de esa forma. Es necesario un análisis “micro” para establecer dónde se puede bajar el gasto público afectando lo menos posible la prestación de servicios y la asistencia a sectores carenciados, pero eso lleva tiempo y esfuerzo; no se concreta de un día para otro.

¿Y entonces? No hay más remedio que aumentar la presión tributaria. ¿En qué impuestos? Principalmente en aquellos que tengan menor impacto negativo en términos de nivel de actividad y distribución del ingreso. Las llamadas retenciones a las exportaciones son candidatas. El Presupuesto 2019 proyectaba recaudar por este concepto el equivalente a 2,4% del PIB, pero sólo se llegaría a 1,6% y, sin modificaciones normativas, en 2020 recaudarían menos. Pero es posible ajustarlas para que su aporte a la estabilidad fiscal sea sustancialmente mayor.

Dado el tipo de cambio, las retenciones tendrían un efecto distributivo positivo, no sólo por la reducción del déficit (que tarde o temprano impulsa la inflación, equivalente a un impuesto regresivo), sino también por contener el precio de bienes exportables, en gran parte alimentos. Y no llevan necesariamente a una disminución de la producción exportable, como no lo hicieron en la primera década de este siglo. La devaluación del peso podría permitir que el tipo de cambio efectivo real (lo que perciben los exportadores, luego de impuestos y subsidios) sea mayor en 2020 que, por ejemplo, en 2017, cuando las retenciones recaudaron sólo 0,6% del PIB, pero el dólar, en términos reales, era 30% inferior al actual. Y, además, las exportaciones se verían favorecidas si hay un mejor entorno económico, a lo que contribuiría el saneamiento fiscal ayudado, precisamente, por el aumento coyuntural de retenciones.

Actualmente, las retenciones gravan la mayor parte de los bienes y servicios exportados, con poca diferenciación. No es conveniente como política permanente, ya que introduce un sesgo en contra de la integración del país con el resto del mundo a través del comercio exterior, perjudicando el crecimiento de largo plazo: la integración permite seguir el ritmo de los cambios tecnológicos a nivel mundial y lograr una mayor eficiencia productiva a través de la especialización. Pero para superar la actual coyuntura, el espectro de bienes y servicios gravados deberá seguir siendo amplio (las “retenciones” son fuente de ineficiencias en la economía, pero la inflación es peor); aunque no debería ser uniforme: se debe cuidar que todas las producciones exportables tengan un tipo de cambio efectivo competitivo, pero no es el mismo el que necesita la soja que el que requiere la exportación de software o de aceite de oliva.

Mientras, se debería realizar el trabajo “micro” de reducir el gasto público ineficiente y la evasión impositiva; una vez alcanzada la sustentabilidad fiscal, el objetivo debería ser reducir impuestos distorsivos como Débitos y Créditos Bancarios y retenciones, empezando por las que gravan producciones que generan proporcionalmente mayor cantidad de empleos.

¿Habrá sorpresa si el nuevo Gobierno aumenta las retenciones? No creo. CIARA-CEC (las cámaras que agrupan a los principales exportadores de granos y derivados) informó que en el período enero a julio de 2019, las liquidaciones de divisas fueron las más bajas de la década (pese a la cosecha récord). Pero luego de las PASO se aceleraron, y el mes pasado se registró el mayor nivel de la historia para un mes de octubre. Es probable que en noviembre pase algo similar. ¿Será porque los exportadores intuyen que se viene un aumento en retenciones? Es muy probable.

Las prioridades son distintas cuando se planifica el largo plazo que cuando se está en medio de una emergencia como la actual. Sin estabilidad macroeconómica, las inversiones seguirán en niveles mínimos y la economía no despegará. Ya ni siquiera podemos aspirar al estancamiento de 2012-2018, cuando había recesión en los años pares y “rebote” en los impares. Ahora la situación tiene sus parecidos (sin perjuicio de sus claras diferencias) con la de 2002. En ese momento, el imperativo era estabilizar la economía. Las retenciones fueron un elemento clave: pasaron de no existir en 2001, a financiar el 16% del gasto de la Administración Nacional en 2003. Ahora, nuevamente, para estabilizar hay que controlar el déficit fiscal lo más rápido posible. Y una de las pocas fuentes posibles que ayudaría significativamente es un aumento en las retenciones.

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