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La esencia del acuerdo es la multidimensionalidad de las políticas. No es posible acordar lo necesario sin una visión compartida de largo plazo de nuestro desarrollo. Esa visión es el principal bien público que el Estado hace décadas que no provee.

Carlos Leyba 11 octubre de 2019

Por Carlos Leyba 

Chesterton decía que si “corto de vista” es un juicio negativo, “largo de vista” debería ser positivo.

En política económica ser “largo de vista” es condición necesaria para no errar al viscachazo. No suficiente. En esto del acuerdo, a la orden del día, ser largo de vista es mirar el pasado que hemos vivido sin acuerdo y poner el ojo en el futuro para que el Acuerdo no sea una fotografía sino un mapa.

Hay muchas razones para un acuerdo entre el Estado y los sectores económicos y sociales o, la producción y el trabajo.

Hay razones económicas vinculadas al corto plazo. La economía argentina padece una enfermedad de difícil tratamiento: la estanflación.

Se arrastra desde hace años porque ha predominado la tozudez ideológica de políticas económicas de un solo objetivo que excluyen la práctica del “acuerdo”, que implica reconocer la necesidad de satisfacer más de un objetivo a la vez.

Parece obvio. Pero no lo es. Los anteriores agotaron los stocks y los actuales paralizaron la economía. Ninguno logró contener la inflación ni generar un sendero de crecimiento.

Es que todo lo exógeno tiene intrínseca fragilidad: un motor inesperado; una espectacular mejora en los términos del intercambio; una “nueva Pampa húmeda”.

Nuestra economía está estancada hace décadas y sufre inflación de alta intensidad.

La política económica keynesiana es garantía para salir del estancamiento si es que el proceso inflacionario no es dominante. No es nuestro caso. Tenemos capacidad ociosa y, sin embargo, la inercia del proceso inflacionario, con una exclusiva política keynesiana, consumiría la mayor parte de las acciones destinadas a promover la demanda de consumo. El alto nivel de inflación bloquea el keynesianismo que es recomendado cuando hay excedentes de capacidad.

Por otra parte si la idea predominante es la política de ajuste destinada a combatir la inflación que habría sido diagnosticada como hija de un “exceso de demanda”, el resultado será fatal. La actividad económica seguiría declinando y la inercia inflacionaria continuaría vigorosamente.

La estanflación, para superarla, exige de una política de ingresos concertada que contenga el proceso inflacionario y habilite, al mismo tiempo, la reactivación de la economía real.

En términos teóricos “el mercado perfecto” habría de lograrlo la concertación que sería el mecanismo necesario para darle “perfección” a un mercado que probadamente no la tiene. Es un método no una ideología.

Hay una segunda razón para procurar un acuerdo. Tenemos un Estado debilitado, sin aliento. Deficitario y endeudado; con poca capacidad de generar recursos propios y de obtener financiamiento abundante. La tasa de riesgo país, el calendario de vencimiento de deudas y el nivel de la presión tributaria, definen un Estado con debilidad operativa y necesitado de revalidar autoridad.

Una tercera razón es lo que podemos llamar “desorganización social” que se manifiesta en la continuada acción directa de las organizaciones sociales que ganan la calle como manera de exponer, a la opinión pública, la incapacidad del Estado para dar respuesta y de resolver sus problemas.

Pero también son “acción directa”, la fuga de capitales, la práctica de los aumentos de precios preventivos, la evasión tributaria a la vista de todos de una proporción no menor del comercio de detalle que, seguramente, no es la más voluminosa, pero es tan evidente que nos remite a la debilidad del Estado limitado a cazar en el “zoológico”.

Una cuarta es la “atomización” de la política. ¿Cuál es la identidad, el compromiso, que convocan los partidos que tratan de sumar electores para acceder al control constitucional del Estado? Hoy son fracciones de fracciones y en su interior hay una continuada tendencia a la atomización y a la diversificación de las preguntas y las respuestas.

La lógica de la política, lo que la hace socialmente productiva, es que sus miembros se hagan similares preguntas (las prioridades) y tienen respuestas similares (las herramientas). Aquí, oficialismo y oposición se preguntan y responden a sí mismos de manera absolutamente contradictoria.

Por eso el discurso político se dedica a la aclaración que, en realidad, remite a una manera de obscurecer lo que ha resultado inconveniente a la opinión pública. Nada de pedagogía.

Finalmente, nos enfrentamos a los lobby. Los “grupos de poder” no están interpelados por la “mediación política”. Actúan de manera directa y pesan sobre todos los espacios. En el campo de sus intereses dominan la opinión y casi siempre la decisión. El poder de estos grupos económicos “vis a vis” las definiciones vinculadas a sus intereses particulares es de tal entidad que, a lo largo de estos últimos años, han erosionado hasta la capacidad estatal y de la Política ya no de realizar sino de siquiera definir el bien común.

La ausencia programática de la definición del bien común tiene que ver con el peso “técnico” de los lobby.

Para responder a todas esas debilidades de realización del bien común (Estado, política) y sortear las fortalezas vigorosas de los intereses particulares (lobby, acción directa) la primera acción necesaria es fortalecer al Estado y a toda la política. La segunda es la tramitación explicita y transparente, en el marco del bien común, de todos los intereses particulares.

No hay alternativa al acuerdo multidimensional tanto en sus objetivos, como en sus instrumentos y sus participantes.

El acuerdo, la concertación, es una instancia democrática superadora que permite incorporar las voces más débiles y transparentar las fuerzas más ocultas. El acuerdo es un escenario de clarificación del diagnóstico y de la ordenación de las prioridades y de los métodos.

Desde el punto de vista de los inmediato el problema central es salir de la estanflación y sacar la cabeza de la guillotina de la deuda externa.

Caminar hacia la estabilización de precios y poner en marcha la capacidad ociosa, nos va a brindar un piso firme para empezar a resolver dos desequilibrios fundamentales y urgentes: el fiscal y el de la deuda externa.

Afortunadamente hay propuestas. La UIA y el PJ han publicado documentos programáticos. La campaña de Mauricio Macri lista medidas programáticas que propone a futuro. Alberto Fernández ha propuesto un programa Contra el Hambre que, sin duda, es el primer desafío moral que debe enfrentar el país en su conjunto.

Todas estas propuestas suponen diagnósticos, prioridades e instrumentos que para ser “soluciones” necesitan ser puestos en marcha con la convicción, por parte de los ejecutores, que no tropezarán con rechazos significativos en el transcurso de la realización y que cada una de las medidas responde a un acuerdo de realización con un amplio horizonte temporal.

En el mismo sentido positivo que implica la elaboración de propuestas, se encuentra un encaminamiento hacia la resolución de algunas divisiones sindicales y, repito, la reiterada mención al “acuerdo” de los principales candidatos.

Es importante tener en cuenta que los acuerdos de corto plazo, sean por un año o dos, son insuficientes en un país que ha perdido el rumbo económico. Necesitamos mucho más: acuerdo de horizonte.

La Argentina, podemos discutir desde cuando, extravió un rumbo de crecimiento y ese extravío la sumió en esta decadencia contagiosa. No nos vamos a poner de acuerdo en desde cuándo; pero sí en que somos una sociedad en pendiente negativa que tiene que detener la caída para poder empezar a remontar la cuesta.

¿Cuáles son las cuestas a remontar para no seguir acumulando fracasos? Muchas. Pero veamos algunas, en forma desordenada.

Hay una cuesta empinada, la demográfica y el desbalance territorial del país vacío que concentra las sociedades más ricas en pedacitos del territorio en cuya periferia se concentra la mayor pobreza de los niños.

No hay desarrollo posible sin reordenamiento territorial que es mucho más que la mejora en la coparticipación tributaria. Se trata de la participación en el crecimiento.

No hay desarrollo sin participación territorial en el crecimiento. Otra cuesta empinada es la distribución de la fuerza de trabajo, en blanco, en negro y en planes y en changas, asignada de hecho en tareas “del tercer sector”. Una Argentina que produce poco y nada, de bienes transables, lo que nos convierte en un país de consumidores de bienes que no produce los suficientes y ,en consecuencia, parte de lo que consume lo debe.

Ese es el otro lado de la falta de inversión, de la falta de dinámica de la productividad y de una pésima distribución primaria: el Estado debe transferir cada ves más recursos para que la sociedad no estalle; y cada vez la tasa de inversión corre por detrás del crecimiento de la población, drama que la fuga de capitales multiplica.

Los últimos gobiernos se solazan de multiplicar los pagos de transferencia sin comprender que gobernar, en este mundo, es crear trabajo.

La fuga identifica otra cuesta. Parte de la riqueza que aquí se produce, se va por la alcantarilla financiera. Algunos pagando impuestos, otros evadiéndolos. La riqueza se escapa. Y torna en un gas tóxico que en algún momento va a estallar.

Para algunos son US$ 300.000 millones: equivaldría a todo lo que el Estado debe.

Las razones del que fuga son individuales. Las consecuencias de la fuga son colectivas. Pero la razón es una: somos un Estado sin moneda.

Reconstruir el Estado es tornarlo capaz de ofrecer los bienes públicos que hoy no ofrece. Esa reconstrucción que no será completa sin reconstruir la moneda. Esta reconstrucción, como todas las cuestas que hay que remontar, no es “un solo objetivo” sino parte de un objetivo múltiple.

La esencia del acuerdo es la multidimensionalidad de las políticas. No es posible acordar lo necesario sin una visión compartida de largo plazo de nuestro desarrollo. Esa visión es el principal bien público que el Estado hace décadas que no provee. Recrear el órgano de planeamiento del desarrollo (Conada-Inpe), la inteligencia estratégica del Estado, es la condición necesaria para tener el mapa de las cuestas que hay que escalar. Sin ellos desbarrancarse será inevitable.

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