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Los encuestadores convergieron en un papelón histórico

Oscar Muiño 09 octubre de 2019

Por Oscar Muiño

Sin ver el Sol o las estrellas, ni siquiera los vikingos podían mantener el rumbo. En toda época es imposible orientarse sin los instrumentos adecuados. Al macrismo le faltaron insumos esenciales. Doblemente sorprendente cuando a la vez maneja el Presupuesto Nacional y exhibe su jactancia de controlar “mejor que los norteamericanos” el marketing y las campañas profesionales en todas sus áreas, desde los timbreos y la web hasta los focus group y, sobre todo, las encuestas, protagonistas indiscutidas del mayor papelón de las PASO.

Las mediciones albertistas advertían que buena parte de los indecisos intuía a Alberto Fernández como autónomo de Cristina, más conciliador y dialoguista, y veían con admiración su carácter de profesor de la Universidad de Buenos Aires. Se anulaba la táctica macrista de convertirlo en una suerte de marioneta de CFK. Curiosamente, esa misma búsqueda ya había fracasado en 2003, cuando Carlos Menem intentó mostrar a Néstor Kirchner como “chirolita” de Eduardo Duhalde.

Las encuestas macristas no percibieron este dato y siguieron remachando con una consigna fallida. Sólo el núcleo más cerrado y duro del macrismo siguió viendo en Alberto un fantoche.

Los números eran tan malos que los tres gobernadores radicales anticiparon sus propios comicios para despegarse de Mauricio Macri. Leyeron bien: los tres lograron retener sus provincias.

A mediados de junio, los albertistas vieron una ventaja de 14 puntos. La tríada albertista ? Analía del Franco, Hugo Haime y Roberto Bacman? siguió con esos números. No coincidían con los de Massa, que el mismo domingo de las PASO se atenía a los seis puntos que le sugerían. Todos callaban: era política del candidato no dar números, ni siquiera los más favorables.

Por cierto, la ventaja peronista se desmoronaba en las encuestas telefónicas. Las de teléfonos fijos, las que mezclan fijos con celulares, las realizadas con operadora y las automáticas daban una gran paridad. Es decir, daban información inservible. Más barata que la presencial, pero inútil.

Las encuestas protagonizaron un escándalo final. Así lo contó Alcadio Oña: “El promedio de las encuestas que el viernes barajaban en la city decía 38,1% para el macrismo y 39,7% para el cristinismo. Reservadas y evidentemente encargadas por los operadores, mostraban poco menos que un empate clavado y, de seguido, apuntaban victoria de Juntos por el cambio en el balotaje por casi un punto. Al compás de la euforia que los sondeos generaban, la Bolsa saltaba al 7,9% con acciones de las fuertes por arriba del 10%. Y todo a contramano de Wall Street, que había arrancado bajo el signo menos” (Clarín del 10 de agosto).

Uno de los mayores fracasos de los encuestadores fueron las pruebas de consistencia. Las que deben percibir cuando los dichos del encuestado son incompatibles con su proclamada decisión de voto. Además, las encuestas locales no permitían buenos pronósticos para Macri en Mendoza, en Jujuy, en Pergamino, en La Plata, en Bahía Blanca, en Mar del Plata. Todos distritos gobernados por el radicalismo o el PRO. Sitios donde el PJ debe ser vencido por mucho si se aspira a doblegarlo en la general. En otras palabras, ¿dónde estaban los votos que daban ganando a Macri fuera de Córdoba, Capital y distritos opulentos como San Isidro y Vicente López? Siempre los encuestadores más serios le han dado una trascendencia tan grande a las pruebas de consistencia como la que tiene todo periodista para el chequeo de sus fuentes.

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