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El indeseable regreso de los Derechos de Exportación

23 octubre de 2019

Por Juan Manuel Garzón Economista Jefe del IERAL de la Fundación Mediterránea y Docente de la FCE de la UNC

Los Derechos de Exportación (DEX) han vuelto a tomar protagonismo en la economía del sector público argentino. Lamentablemente. Un impuesto en vías de extinción a nivel global, ausente de hasta los manuales de finanzas públicas, ha renacido de sus cenizas y amenaza con seguir creciendo en el futuro cercano.

Esta rara avis de la tributación moderna se encuentra hoy más viva que nunca en el país. De hecho, se trata del único impuesto cuya recaudación le viene ganando (por mucho) a la inflación y que aporta recursos frescos al Fisco; los restantes impuestos acompañan y desde atrás.

De acuerdo a estimaciones propias, la recaudación de este particular impuesto que grava las exportaciones, en un país que paradójicamente cada tanto se queda sin divisas, se estará aproximando a $328.000 millones en 2019, creciendo 88% en términos reales y aportando el 6,6% de los recursos tributarios totales del sector público nacional (contribución que sube al 10,5% si se descuentan los fondos que pertenecen a las provincias y se coparticipan de manera automática). En moneda dura, se trata de un flujo de US$ 6.750 millones, cerca del 1,5% del PIB.

El fuerte aumento de la recaudación de los DEX tiene básicamente que ver con la ampliación de su base, que pasó a alcanzar a operaciones que antes estaban excluidas, y también con otros dos factores, de menor incidencia, la depreciación (real) del tipo de cambio y el mayor flujo de exportaciones.

La necesidad (fiscal) tuvo cara de hereje. El Gobierno revivió el impuesto, desandando el camino que había recorrido en la dirección correcta, la que lleva hacia un sistema tributario que comulgue con el crecimiento de nuestro sector exportador y con un país integrado globalmente. Desde setiembre del año pasado todas las exportaciones de bienes quedaron alcanzadas, hasta entonces sólo lo estaban las de productos del complejo sojero, y desde enero de 2019, en una involución inédita (y una novedad quizás global), también las exportaciones de servicios.

Para tener perspectiva de lo que sucede con este impuesto a nivel internacional, considérese que según los relevamientos del Banco Mundial éste solo sobrevive en algunos países del Africa (Costa de Marfil, Tanzania, Camerún, Guinea-Bissau), de la Ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (Rusia, Kazajistán, Uzbekistán) y en unas pocas islas (Islas Salomón, Bahamas). No existe en los sistemas tributarios de Brasil, Estados Unidos, Australia, Francia, Canadá, Japón, Sudáfrica, Dinamarca, Suecia, España, por citar los casos de algunos países conocidos por todos y admirados por muchos.

En tiempos en los que la internacionalización de la producción y la competencia por los mercados globales concentra la energía de las potencias y de los líderes de los países en desarrollo, son muy pocas las sociedades que agregan costos impositivos extras a sus empresas cuando estas se aventuran en operaciones de comercio exterior, de por sí las más exigentes y complejas.

Los que justifican el impuesto defienden su existencia en términos de una cierta contribución que éste puede realizar en la consecución de objetivos tales como la contención o estabilización de precios internos, el incentivo al agregado de valor (vía alícuotas mayores o diferenciales sobre commodities agrícolas e industriales), la generación de ingresos fiscales, y/o la penalización de actividades que generan efectos negativos sobre el ambiente o los recursos naturales.

El tema es que ni la literatura ni la experiencia encuentran evidencia respecto del éxito de la tributación en los objetivos antes mencionados, salvo en el de recaudar. Y el problema del único efecto a priori positivo realmente probado, el asociado a la recaudación, es que no viene sólo, sino que lo acompañan un alto de costo de eficiencia y lo más importante, serias dificultades para sostener la capacidad recaudadora del impuesto en el tiempo; puede ser más tarde o más temprano dependiendo del resto de variables, pero siempre esta tributación terminará por dañar a su base, las exportaciones, y por ende diluyendo su aporte a los ingresos fiscales.

Otra cuestión que debe señalarse es que como todo impuesto que grava productos y operaciones de empresas, los DEX no pueden diferenciar según capacidad de pago de los contribuyentes, no permiten aplicar criterio de equidad ni progresividad en su estructuración. Para ilustrar el punto, exportaciones de empresas integradas por muchos socios pequeños serán inexorablemente tratadas de la misma forma que exportaciones de empresas de unos pocos y grandes socios. Es imposible exigirle a esta tributación que haga distinciones, no está en su naturaleza.

En la (enésima) emergencia fiscal del Estado argentino, con mercados de créditos cerrados, es muy probable que el próximo Gobierno intente apropiarse de una porción mayor del valor que genera el sector exportador. Difícil dimensionar cuanto más se le pedirá a éste y si la carga adicional se distribuirá de manera pareja o sesgada entre los distintos productos y sectores.

Pero lo que no deberá soslayar el próximo Gobierno es que no hay “precios records” de commodities, no hay crédito para los exportadores, y que si bien el tipo de cambio real ha mejorado con la devaluación, es altamente probable que la mejora dure poco con el control de cambios vigente y sin un programa exitoso de estabilización de precios.

Debe advertirse que si se pretende ampliar la participación del Estado en el negocio exportador a partir de mayores DEX, se corre el riesgo de terminar recaudando más o menos lo mismo (pero a mayor costo de eficiencia) si esta decisión genera efecto desaliento en muchas operaciones rentables bajo las condiciones actuales (comercio Pyme, de empresas alejadas de los puertos, de economías regionales, etcétera) pero no en un contexto de carga tributaria creciente.

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