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¿Y después qué?

Carlos Leyba 03 diciembre de 2018

Por Carlos Leyba

La reunión G20 fue un éxito. Transcurrió en paz sin consecuencias negativas para el planeta.

Clima. Estados Unidos seguirá fuera de los Acuerdos de París y Jair Bolsonaro tampoco respetará esos acuerdos.

El “librecomercio” sin condiciones no será ya una norma ciega y generalmente aceptada.

Nada nuevo. Sólo confirmaciones.

La falta de convicción sobre el cambio climático abiertamente, por parte de unos, y en la práctica, por parte de los otros, es el reflejo de la continuidad del riesgo de calentamiento global.

La estructura económica que gesta la cultura de la sociedad de consumo es la principal responsable de ese riesgo. No son los gobiernos, y menos a nivel universal, los que están en capacidad de diseñar las políticas de transformación y menos de ejercer el poder en ese territorio. Aunque sea su deber.

En la actualidad, por una parte, las empresas multinacionales y, por la otra, los Estados, se ha establecido una disociación entre la prosecución del bien común, la razón de ser de los Estados, y la prosecución de las ganancias a escala planetaria, la razón de ser de las empresas multinacionales.

Esa disociación implica una contradicción fundamental difícil de resolver y siquiera de ser tratada en un G20. El poder de lobby de las empresas multinacionales en defensa de sus intereses inspira políticas y manifiesta a diario el ejercicio del poder. Negarlo es ingenuo. Convivimos y conviviremos con ello.

Justamente son las empresas multinacionales, por su esencia, las que forman visiones que hacen del comercio libre y del reparto del trabajo en el mundo, no una consecuencia de las políticas de estado destinadas al bien común, sino de las inspiradas en la maximización de las ganancias de las corporaciones. Negarlo es ingenuo.

Las conclusiones del G20 no han generado avances en materia de la salud planetaria, pero, en compensación, tampoco se ha gestado un triunfo sin resistencia en materia de libre comercio.

Hay un resquicio para la recuperación de la capacidad nacional para el desarrollo. Se trata de saber aprovecharlo.

También hay que señalar que no hubo desmanes, la militancia antiG-20 no rompió nada. ¿Los desmanes habituales no han sido actos de desprestigio realizados por mano de obra vinculada a los servicios?

La protesta en orden habló de un Gobierno capaz de mantenerlo. No es poco.

La gran ciudad, sus lugares más cuidados, siempre ha remitido a glorias pasadas. Se le atribuye a André Malraux aquello de “la Capital de un Imperio que no fue”.

Pero a diez kilómetros del centro, cuando se vive en la decadencia, nos encontramos con la vida de años de los que la civilización no tendría registro si no fuera que están ahí. Alejándonos un poco de los grandes hoteles, nos enfrentamos a las villas de la exclusión social más inimaginable para quien desayuna en la Recoleta, almuerza en Puerto Madero y come en una parrilla de Palermo Hollywood. Lo que hicieron los visitantes.

Las 1.600 villas alrededor de Buenos Aires habitadas por pobres, desocupados y donde se desarrolla la marginalidad quedó fuera de la mirada del G20 y está bien que así sea.

Pero estaría mal que esa realidad no sea la materia prima para el desarrollo de la política y de los acuerdos que constituyen la única prioridad decente. Volvamos.

Hay que destacar el espectáculo Argentum con el que agasajamos a las delegaciones. Bueno y breve, y tuvo un final emocional.

El Presidente se conmovió hasta las lágrimas. No fue el único. Se quebró ante la comprobación de que algo, que estaría siendo observado por los líderes mundiales, le había salido bien. Está acostumbrado a que todo le salga mal.

La noche del Colón le regaló una alegría. El llanto es entendible.

Y además es un aporte de campaña. Reveló que el hombre tiene corazón y que puede llorar, lo que es un síntoma de salud mental, que ha mejorado la alicaída imagen presidencial. Somos querendones.

Aplauso para el Gobierno que lo organizó.

G20 y después

¿Qué es lo que queda después del G20? La Nación relata que, ante 2.500 periodistas, la Agencia de Inversiones y Comercio Internacional de Argentina (Aaici) presentó los rubros que el PRO considera prioritarios: gas y petróleo, energía renovable, agronegocios, infraestructura, minería y turismo. Una definición estratégica del PRO sobre las fuentes del desarrollo argentino. El ideal del “país primario”. Una visión espantosa de la Argentina necesaria y posible.

Decir “país primario” es anunciar retraso cambiario y baja de aranceles, es procurar importación de industria a bajo precio e intercambiarla por naturaleza con poco trabajo, al menos en cantidad. Es ignorar la pobreza y exclusión presente del 30% de la población y cerrar los ojos ante el inevitable 50% que nos espera de desocupados, empobrecidos o marginalizados en la próxima década.

Nada nuevo. Juan B. Justo, que llevaría el pañuelo verde y predicaría la ideología de género, al igual que hoy los ideólogos del PRO, sostenía a principios del Siglo XX que importar industria europea sería lo mejor para la clase obrera. Socialista el hombre. Mientras Carlos Pellegrini, conservador, sostenía entonces “sin industria, no hay Nación”.

La polémica cambia de nombres y de adherezos, pero la cuestión sigue la misma: construir la Nación es generar trabajo productivo para que pueda ser consumido en todo el mundo.

Eso no lo puede brindar el “país primario”. Pero es lo que el PRO predicó: “queremos ser un país primario” y le dijo a la prensa mundial “difundánlo por el mundo: somos naturaleza que requiere ser explotada”. Gracias por venir.

Algunos empresarios, elegidos por la Aaici, señalaron las prioridades: reducir costos tributarios, laborales y logísticos y entrenar la fuerza laboral. De política de inversiones e industrial, ni hablar.

Coherentes, con Donald Trump, se anunció el financiamiento de un corredor vial y obras vinculadas a la energía. Consistente con los ejes de subdesarrollo a los que apuesta el gobierno. De producir para exportar con alto valor agregado ni hablar.

El enojo de Donald surgió de la asociación privilegiada con China, es decir, la continuidad de la estrategia de Cristina Kirchner surgida por la desesperación por conseguir financiamiento que el mundo occidental le negaba. Los famosos swap chinos, firmados por Cristina, a los que Macri duplicó.

En 2015 Cristina y Xi Jinping firmaron 15 acuerdos que preveían, entre otras cosas, la construcción de dos reactores nucleares y que se sumaron a los de 2014. Cristina firmó el “Fortalecimiento de la Asociación Estratégica Integral”.

Macri ha seguido el camino. Lo que pone en claro que su pelea es por el protagonismo y no por las ideas. En esas coinciden. Macri firmó con el líder chino el “Plan de Acción Conjunto 20192023” que contiene las discutibles represas Condor Cliff y La Barrancosa, la estación de energía fotovoltaica Caucharí y proyectos ferroviarios como el de 1.200 kms de vías para el San Martín, entre otros. Nada de desarrollo industrial.

Y además convenios, para la exportación de cerezas de carne ovina y caprina, comercio electrónico, servicios; la creación de un fondo de hasta US$ 1.000 millones para financiar “Capital de Trabajo”, otro para la compra de porotos y aceite de soja.

Lo notable de esta vocación común del kirchnerismo y el PRO por la complementariedad con la economía china, es que el proceso industrial forzado de China comenzó hace cuarenta años. Exactamente cuando comenzaba nuestro proceso de desindustrialización forzada, a base de retraso cambiario y endeudamiento para financiar el déficit.

Una reflexión

Atención con el entusiasmo por la energía nuclear. Alieto Guadagni ha demostrado que, en el mejor de los casos y dejando de lado la vidriosa cuestión tecnológica, la generación nuclear es más cara e inclusive innecesaria. ¿O acaso no sostiene el Gobierno que seremos un país abundante en gas producción que duplicaremos en cinco años? Además tenemos un potencial hidroelectrico que permitiría triplicar la producción de energía limpia, sin contar las renovables solar y eólica.

La nuclear es la más costosa, un kW nuclear es 4,8 veces el costó eólico y 6,6 veces el ciclo combinado de gas y del solar voltaico.

Por otra parte, tenemos avances notables en investigación y desarrollo nuclear y es lo que debemos fortalecer y no abandonar, como tantas otras cosas, al delirio del financiamiento que otros pagarán.

Nada de esto es ajeno a la exclusión del concepto “desarrollo nacional” que funge como una renuncia favorable al concepto de libre comercio.

En la declaración G20, en definitiva, se coloca el “comercio” por encima de “las naciones”. La política internacional es indisociable de la política nacional. Y lo relevante de la política internacional no son las declaraciones sino las articulaciones de los sistemas productivos. En esto Mauricio imita a Cristina. Pero no es lo único.

La política social, es decir la manera en que el Estado trata el problema de la pobreza del 30% de la población, es la misma en el PRO, por cierto mejor y más honesta, que la que desarrolló Cristina. Se trata de mantener la calma. Pero no de resolver el problema que es la creación de empleo. La renuncia a la creación de empleo es también la consecuencia de la articulación de la complementariedad “nosotros primarios, China industrial”.

La política internacional implica la construcción de la captura de trabajo en el mundo global, define los niveles de empleo y, por lo tanto, determina los límites de la política de lucha contra la pobreza, cuyo origen es el desempleo. De esto una vez que se ingresa no se sale con facilidad.

La asociación estratégica con China, que ofrece inversiones y que instala condicionalidades, en los términos que han firmado Cristina y Mauricio, no contribuye al empleo y a las exportaciones con valor agregado. Es decir, contribuye a mantener los niveles de pobreza y exclusión.

Doble pinza. De un lado los que necesitan que seamos primarios, China por excelencia, y del otro la mentalidad herodiana que no puede soñar con una Argentina industrial, incluyente, desarrollada.

Es lo que nos queda después del G20.

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