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Derrotar la inflación no admite demoras ni improvisaciones

Si algo nos llevó al fracaso actual ha sido el error de haber pretendido sustituir el análisis crítico por el marketing superficial

Héctor Rubini 17 septiembre de 2018

Por Héctor Rubini Instituto de Investigación en Ciencias Económicas de la USAL

Cuando la demanda agregada cae, es de esperar que se desacelere la inflación. Lo mismo cuando cae simultáneamente con la oferta agregada y el empleo de trabajadores. Más aún, un voluminoso cuerpo de literatura teórica ha fundamentado que en tales condiciones no sólo la inflación se debería desacelerar: debería dejar de existir y pasar a deflación. Esto es, baja general de precios de bienes y servicios (incluidos los de factores).

Ese espíritu se percibe en los proponentes e instrumentadores de “inflation targeting” en economías que no han realizado previamente un mínimo ordenamiento de las cuentas fiscales, ni reformas estructurales básicas para volver a una economía de mercado. Con liberación a los “saltos” de tarifas públicas y apertura no muy planificada hacia la libre importación de unos pocos productos de consumo, el esquema de “inflation targeting” se presentó e instrumentó con un excesivo optimismo.

Se pensaba que la tasa de interés interbancaria iba a transmitir ajustes de cartera en el sistema financiero formal en línea con la dinámica de la tasa de control monetario. La mecánica debería haber sido: aumenta la inflación esperada y observada, el BCRA sube la tasa de “control monetario”. Suba de tasa estaría siempre en línea con contracción de base monetaria, y por la doble vía el encarecimiento y escasez de fondos en el mercado interbancario se “transmitiría” a ajustes de cartera del mercado bancario y extrabancario. La suba de tasas de interés enfriaría la demanda agregada y las expectativas de inflación. Con suba de tasas nominales y baja de la inflación esperada aumentaría la tasa real de interés cobrada por las entidades financieras y también la pagada por los depósitos.

En la economía real se enfriaría la demanda de bienes, sobre todo de consumo durable y no durable. El aumento del costo del crédito se vería recompensado con una suba del tipo de cambio real. En un régimen de flotación administrada esto se debía haberse asegurado con el ingreso de divisas vía capitales especulativos, inversión directa y exportaciones netas. Los bancos, a su vez no racionarían crédito al ingresar a un escenario de tasas de interés reales positivas. Los depositantes no se desviarían a dólares por la misma razón. Ergo, el régimen sería compatible con un aumento de la demanda de dinero y caída de la demanda de dólares gracias al crecimiento económico. La tasa de control monetario iba a ser suficiente para “domar” las expectativas del público (el eufemismo oficial era “alinear las expectativas con las de la autoridad monetaria”), la inflación y las cláusulas de ajuste de futuros pagos a la inflación pasada (la clásica “indexación”) o futura. El supuesto de comportamiento era que se rompería la dinámica inflacionaria y el marco aseguraría un sendero de crecimiento con una inflación si bien no en baja permanente, más baja que la del gobierno anterior. En otras palabras: BCRA sería el “líder” y el mercado el “seguidor”.

El marco y su aplicación fracasaron desde el inicio. Quienes, en minoría, expresamos en público nuestro desacuerdo con la elección de “estabilización”, lamentablemente, no nos equivocamos. La inflación se aceleró y por razones tanto de diagnóstico como de simple aplicación, y dentro de estas últimas, por razones fuera de control del BCRA. La economía argentina en diciembre de 2015 no era una economía de “libre mercado” y con un mercado financiero y de capitales profundo, fluido y sin segmentaciones. Tampoco lo ha sido desde entonces hasta ahora. Bajo tal condición, ni la transmisión tradicional de impulsos monetarios vía ajustes simple de cartera, o vía expectativas. Esto último exigía una desaceleración permanente (y, en el largo plazo, reducción) de la base monetaria heredada en diciembre de 2015. Sin embargo, tal cosa no ocurrió, y además la evidencia mostró estas etapas después del pago a los holdouts.

Entre el 03/05/16 y el 11/04/17 una baja de la tasa de control monetario de 38% a 24,75%, con un aumento de la base monetaria de 32,2%.

Entre el 11/04/17 y el 09/01/18, la tasa de control del BCRA subió gradualmente hasta 28,75%, y la base monetaria mostró tendencia ascendente y creció punta a punta un 29,7%.

Entre el 09/1/18 y el 26/04/18, la tasa de control monetario bajó de 28,75% a 27,25% y en esos 107 días la base monetaria se mantuvo estable, con una caída punta a punta de 3,2%.

Entre el 26/04/18 y el 13/09/18 la tasa de control del BCRA subió hasta llegar al 60% y la base monetaria aumentó 30,3%.

La inflación siguió su propio derrotero, fruto de subas de precios regulados que no controla el BCRA; una inercia inflacionaria que no acusó recibo de la existencia de este régimen y una tendencia permanente, y no transitoria, de expansionismo monetario, sea con subas o bajas de la tasa de control monetario.

La expresión “sesgo contractivo” ha carecido de sentido alguno: la base monetaria no dejó de crecer, tampoco con la suba récord de tasas de los últimos cuatromeses y medio. Además, la aceleración inflacionaria y la crisis cambiaria, todavía en curso, mostraron a un BCRA reaccionando ante las expectativas del sector privado, y no disciplinándolas. Peor aún. Ante cada suba abrupta del tipo de cambio, se fortalece la percepción de pérdida de control tanto del tipo de cambio, como de la inflación. Algo que debilita la demanda de pesos y fortalece la demanda de dólares.

Dado este costoso aprendizaje (un déjà-vu de fines de los '80), sería de esperar que el nuevo acuerdo con el FMI “sorprenda” al mercado con un genuino programa de estabilización de precios. Esto es, un marco o plan coordinado con los instrumentos de intervención/liberación de variables en materia área fiscal, cambiaria, tarifaria, salarial, y regulatoria. Caso contrario, será muy difícil moderar las expectativas de inflación y de depreciación de la moneda, estabilizar la demanda de dinero local y de divisas, y controlar los agregados monetarios.

A tal efecto, los acuerdos políticos y sectoriales son más que bienvenidos, pero lo esencial no son los arreglos entre cúpulas dirigenciales. Lo fundamental es un programa con un mínimo de rigor técnico y sólida base empírica, carente de inconsistencias generadoras de dudas e incertidumbre. Algo más que visible en el ya fracasado “inflation targeting”, como en el programa acordado con el FMI en mayo pasado, y en recientes “propuestas” de convertibilidad y dolarización de jure.

En este último caso, si algo ha llamado fuertemente la atención, es la inexistencia de un mínimo análisis de costos y beneficios de tales “innovaciones”. Carencia que los reduce a meros ejercicios de distracción. Lo que se requiere son propuestas razonables, coherentes y bien fundamentadas. Si algo nos llevó al fracaso actual ha sido error de haber pretendido sustituir el análisis crítico por el marketing superficial. Una elección más que equivocada y con innecesarios costos para todos, tanto presentes como futuros.

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