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Precios justos, ¿herejía o comportamiento racional?

La economía del comportamiento señala que las estrategias “éticas” de fijación de precios pueden ser perfectamente racionales si se busca una interacción duradera

04 julio de 2018

Por Sebastián Senlle Economista

“Hay productos que están aumentando que no tienen componentes importados. Yo pedí un estudio para mostrar quienes son los empresarios que están aumentando los precios que no tienen componente importado en sus productos porque no tienen razón para aumentar”. Las declaraciones de la gobernadora María Eugenia Vidal, en una reciente entrevista televisiva en medio de la depreciación cambiaria, resonaron fuerte entre la mayoría de los economistas y operadores de mercado, que advirtieron con desagrado en sus palabras una cuota de simpatía con los mecanismos de control de precios asociados al populismo económico.

La semana pasada, el flamante ministro de Producción, Dante Sica, volvió a hacer sonar la alarma, al arremeter en la misma línea y asegurar que “las empresas que se abusen con los precios serán sancionadas”, además de informar que habilitaría una línea telefónica para denunciar tales “excesos”.

Las declaraciones de ambos funcionarios hacen referencia a una noción socialmente muy extendida, aunque intensamente criticada en la teoría económica: la de que los precios deben ser “justos”. Desde esta perspectiva, aumentarlos durante una situación de crisis es visto peyorativamente como una “avivada” a expensas de los consumidores, que debería de alguna forma ser impedida o castigada. La idea no sólo es propia de Argentina: estudios en muchos países revelan que la preferencia por “precios justos” es predominante entre los consumidores y que estos reaccionan adversamente cuando sienten que una empresa está aplicando una actitud que consideran injusta en su estrategia de pricing. Incluso, en varios estados de EE.UU. (como Florida o Nueva York) existen leyes que prohíben aumentos excesivos de precios ante “perturbaciones anormales” (price-gourging) y se han suscitado fuertes olas de repudio a firmas que realizaron remarcaciones en áreas afectadas por desastres naturales. En la misma línea, en 2014, el fiscal general neoyorquino acusó a Uber de incrementar en exceso el costo de los viajes durante emergencias y los forzó a acordar topes “razonables” a la suba que marca su algoritmo de precios en estos casos.

No obstante, la teoría económica parte de una premisa contraria: la de asumir que los precios no son ni justos ni injustos, sino simplemente, son señales que revelan información sobre la escasez o abundancia relativa de un determinado bien o servicio, coordinando las fuerzas de mercado para asegurar una asignación eficiente de los recursos. Desde esta óptica, la suba del precio ante un shock que restringe la oferta (como un desastre natural) o dispara la demanda (un paro de transporte que incrementa la necesidad de trasladarse en taxis o remises) no sólo no es moralmente reprochable sino hasta conveniente, ya que estaría brindando la señal correcta para racionar la demanda o incrementar la oferta y que el equilibrio se restablezca lo más rápido posible. Que las firmas limiten tales subas de precios basadas en fundamentos morales (por iniciativa propia o forzadas por el Gobierno), por tanto, no sería una estrategia racional ni recomendable.

Sin embargo, la economía del comportamiento, una de las áreas de la ciencia económica que ha aportado contribuciones más fructíferas en los últimos años, invita a reflexionar al respecto con un enfoque distinto. En su celebrado libro “Portarse mal. El comportamiento irracional en la vida económica”, el último premio Nobel de Economía, Richard Thaler, se dedica a analizar esta cuestión y exhibe estudios experimentales que muestran que, si bien los consumidores toleran que las empresas cancelen promociones o descuentos, más del 70% desaprueba y considera “injusto” que aumenten los precios en un contexto de crisis. La proporción se mantiene, incluso cuando el precio refiere a bienes que no son de primera necesidad, mostrando que se trata de una práctica que irrita extendidamente a los consumidores. El autor concluye que los compradores no sólo tienen en cuenta, al tomar la decisión de compra, el “excedente del consumidor”, es decir el valor de la satisfacción que el consumo de ese bien le proporciona por sobre el precio que paga (considerada en todos los análisis económicos tradicionales), sino lo que denomina “utilidad de transacción”, que implica sentir que hicieron un “buen negocio” (o al menos, un negocio justo) al realizar esa adquisición.

De hecho, hay ejemplos exitosos a mediano plazo de cadenas comerciales (como Home Depot) que optaron por reducir (o mantener) precios durante los huracanes que afectaron a las ciudades de Houston y Nueva Orleáns en los últimos años, contra la recomendación de subirlos ante el shock de oferta. Ejemplos similares se replican en restaurantes que no suben sus precios ante momentos especialmente concurridos, centros de esquí que evitan los incrementos en días festivos y diversos rubros que optaron por evitar aumentos de precios ante “perturbaciones del mercado”. En palabras de Thaler (2015), “el valor de la apariencia de justicia debería ser especialmente elevado para las empresas que planean operar con los mismos clientes durante mucho tiempo”, considerando la “reacción hostil ante aumentos de precios que no están justificados en incrementos de los costos” (Kanheman y Thaler, 1986). A conclusiones similares llegan trabajos de otros reconocidos economistas como George Akerlof, Kenneth Arrow o Arthur Okun: resignar recursos para “cuidar la imagen” puede ser una estrategia perfectamente racional, por cuanto la noción de justicia de los clientes es una de las restricciones que debe incorporar en su comportamiento la firma que planea operar en el mercado a largo plazo.

En este sentido, las empresas argentinas podrían ganar mucho a mediano plazo fidelizando a sus clientes y brindándoles un gesto valorable al resignar aumentos transitorios de precio ante una situación de crisis que serían vistos como injustos u oportunistas por una porción mayoritaria de los mismos.

Contra la idea de que “la única responsabilidad social de las empresas es incrementar sus ganancias” (título de uno de los artículos más famosos ?y polémicos? de Milton Friedman), la economía del comportamiento señala que las estrategias “éticas” de fijación de precios pueden ser perfectamente racionales si se busca una interacción duradera (“juego repetido”, en términos de la teoría de los juegos) con consumidores reales (y no con “zopencos racionales”, como define el Nobel Amartya Sen a los sujetos estrictamente racionales en su comportamiento egoísta, pero infrecuentes en el mundo real, que describe buena parte de la teoría económica).

Vale aclarar que pensar que un cambio en la “actitud empresarial” es la clave para frenar un proceso inflacionario es tan voluntarista como ingenuo, a la vez que reclamar controles de precios, en un país con un historial de políticas agresivas en este sentido, sería cuanto menos peligroso. Retomar un sendero de desinflación requiere de políticas fiscales y monetarias creíbles y consistentes.

Pero, más modestamente, lo que en esta columna procuro remarcar es que las empresas argentinas tienen mucho para ganar en la relación con sus clientes saliendo de los estrechos marcos de la economía clásica y sumando a sus análisis y estrategias de negocios los interesantes aportes que viene haciendo la economía del comportamiento, en su cruzada para reflejar en forma más realista las estrategias, sesgos y percepciones que los consumidores tienen en cuenta a la hora de tomar decisiones.

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