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Déficit fiscal o déficit externo, esa es la cuestión

Hay una asimetría entre la velocidad de generación del problema (la rápida acumulación de déficits externos) y su solución.

29 mayo de 2018

Por Pablo Mira  Docente e investigador de la UBA

El debate macro de moda gira en torno, una vez más, a la falta ocasional de dólares y los momentos de estrés asociados a ella. La identificación de la causa de estas restricciones responde a dos visiones. Desde una perspectiva, la razón de los desequilibrios reside en el excesivo déficit fiscal, o más específicamente en la insuficiente velocidad de ajuste de las cuentas públicas. Del otro lado están los que se preocupan por el déficit externo en tanto desequilibrio del sector privado. Como tantas discusiones históricas en economía, al final se trata de discernir si lo que funciona mal es el sistema de mercado, o si la falla proviene de una mala gestión (histórica) de política económica.

Comencemos por aclarar que las posiciones no son tan antagónicas como parecen. Recordemos que el déficit externo no es sino la suma de los déficits público y privado, de modo que la preocupación por la situación externa puede incluir a los desequilibrios fiscales. Quizás conviene ser más preciso y distinguir entre los que proponen resolver el déficits en cuenta corriente mediante un ajuste fiscal, y los que sugieren mayor intervención pública para acompañar las conductas privadas.

Merodeando el debate está la discusión sobre el rol del sistema cambiario. Los “fiscalistas” plantean que el tipo de cambio libre debería resolver la cuestión del déficit privado, pero que el déficit fiscal presiona a la apreciación (el Gobierno gasta en no transables). Una vez equilibrado el sector público, el mercado de cambios hará su trabajo, específicamente tomando un valor mayor, y permitiendo así equilibrar el déficit privado por la vía de una disminución del saldo comercial negativo.

Del otro lado, hay desconfianza respecto de la efectividad de este mecanismo. Si un tipo de cambio real más alto no logra estimular suficiente y rápidamente las exportaciones, el ajuste podría no ser virtuoso: en el extremo, la devaluación induciría una recesión dando lugar a menores importaciones. A favor de esta última visión está es la evidencia histórica de la dinámica stop & go que caracterizó a nuestra economía durante muchas décadas. Los pesimistas opinan que una reducción del gasto público para cerrar el déficit podría tener una corrección similar: una menor actividad económica que reduce las compras externas.

Posiblemente, entonces, parte del debate debe ser determinar cuál es el ajuste más benigno, o en todo caso el menos costoso. La confianza en que la devaluación real traerá suficientes exportaciones en lo inmediato (si la deuda crece rápido, más rápido se necesitan) pide mostrar que esa relación existe, pero los datos no respaldan este vínculo en el corto plazo. Sin este mecanismo, la devaluación solo depara costos y nos abandona sin su única virtud, que es actuar sobre los incentivos.

Se puede argumentar, por supuesto, que una devaluación mayúscula puede hacer el truco, pero los costos en términos de inflación y desempleo pueden ser muy altos si las expectativas se deterioran abruptamente. Asumiendo que la relación entre devaluación y exportaciones se recupera en el mediano y largo plazo, la situación podrá ser penosa en el corto plazo pero beneficiosa más adelante (lo mismo si un menor déficit fiscal permite mejorar la productividad del sector privado). Pero en cualquier caso, tenemos que lidiar con el intercambio entre un presente dificultoso, y un (eventual) futuro venturoso.

Las soluciones de quienes desconfían de los mecanismos de mercado, mientras tanto, tampoco son inmediatas. Se pide, por ejemplo, “reconfigurar el aparato productivo”, o “una mayor intervención pública para mejorar la inserción externa”. Una vez más, ninguna de estas opciones resuelve el problema en un plazo inmediato. Aquí hay un punto de contacto entre las versiones extremas de ambas posiciones. Carecen de una solución inmediata, y confían excesivamente en su capacidad para resolver con velocidad problemas que posiblemente requieren de mucho tiempo. Y este es, desde luego, el quid de la cuestión: hay una asimetría entre la velocidad de generación del problema (la rápida acumulación de déficits externos) y su solución. Una situación que, de haber sido prevista, reclamaba mayor consistencia en la elección de los instrumentos de política.

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