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Una nueva mirada a la decadencia de Occidente

Estamos muy lejos de haber desarrollado un conjunto fiable de preceptos y políticas

03 diciembre de 2015

(Columna de Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores y profesor emérito de economía política en Universidad de Warwick. Copyright Project Syndicate 2015)

La masacre terrorista en París ha puesto claramente de relieve, una vez más, las nubes de tormenta que se acumulan sobre el Siglo XXI, y que atenúan la luz de la brillante promesa que la caída del comunismo abrió para Europa y Occidente. Teniendo en cuenta los peligros que, según parece, crecen día tras día, vale la pena reflexionar sobre lo que nos podría suceder.

A pesar de que profetizar es desconcertante, un punto de partida concertado debería ser la caída de las expectativas. Tal como el Instituto de Investigación Social de Ipsos MORI informa: “La suposición de que automáticamente se va tener un mejor futuro para la próxima generación desapareció en gran parte de Occidente”.

En 1918, Oswald Spengler publicó “La decadencia de Occidente”. Hoy en día, la palabra “decadencia” es tabú. Nuestros políticos la eluden, favoreciendo otras palabras como “retos”, mientras que nuestros economistas hablan de “estancamiento secular”. Si bien las palabras cambian, se comparte la misma certidumbre: la civilización occidental está viviendo los minutos de descuento, y vive con dinero prestado.

¿Por qué están las cosas así? La sabiduría popular considera que lo que ocurre es simplemente una reacción a estándares de vida estancados. Sin embargo, existe una razón más convincente que se ha adentrado en la comprensión del público: después de la caída de la Unión Soviética, Occidente fracasó en lo que se refiere a establecer un entorno internacional seguro para la perpetuación de sus valores y forma de vida.

El terrorismo islámico

El ejemplo más apremiante de este fracaso es la erupción del terrorismo islámico. Por sí solo, el terrorismo no es una amenaza existencial. Lo que es catastrófico es el colapso de las estructuras estatales en muchos de los países de los cuales provienen los terroristas.

El mundo islámico está compuesto por 1.600 millones de personas o, dicho de otra manera, representa el 23% de la población mundial. Hace cien años, esta era una de las regiones más pacíficas del mundo pero, hoy en día, es la más violenta. Este no es el problema “periférico” que Francis Fukuyama vislumbró en su manifiesto del año 1989 titulado “El fin de la Historia”. Debido a la afluencia masiva de refugiados, el desorden en el Oriente Medio golpea el corazón de Europa.

Este desplazamiento de los pueblos tiene poco que ver con el “choque de civilizaciones” antevisto por Samuel Huntington. La verdad más mundana es que nunca existieron sucesores estables de los extintos imperios otomano, británico y francés, los que fueron los encargados de mantener la paz en el mundo islámico. Esto se debe en gran parte, aunque no del todo, a los colonialistas europeos que crearon, durante la agonía de sus propios imperios, Estados artificiales cuya disolución se maduraba.

Sus sucesores estadounidenses no lo hicieron para nada mejor. Hace poco vi la película “La guerra de Charlie Wilson”, que relata cómo Estados Unidos llegó a ser el proveedor de armas de los muyahidines que luchaban contra los soviéticos en Afganistán. Al final de la película, cuando los antiguos clientes de Estados Unidos se convierten en talibanes, se cita a Wilson, el político estadounidense que les consiguió el dinero, diciendo “ganamos una gran victoria, pero estropeamos el juego final”.

Este “estropear” es un hilo conductor que, a partir de la guerra de Vietnam, atraviesa a lo largo de todas las intervenciones militares estadounidenses. EE.UU. despliega una abrumadora potencia bélica, ya sea en forma directa o mediante el suministro de armas a grupos de oposición, que destruye estructuras gubernamentales locales, y que posteriormente, cuando se retira, deja al país en ruinas.

Es poco probable que la formulación de políticas por parte de Estados Unidos refleje el entendimiento de alguna visión ideal del mundo en la que deshacerse de dictadores sea lo mismo que crear democracias. Al contrario, la creencia en resultados ideales es un mito necesario para cubrir una falta de disposición a usar la fuerza de manera persistente y con la inteligencia suficiente para lograr el resultado deseado.

Sin embargo, por mucho material militar que posea una superpotencia, el deterioro de la voluntad de usarlo significa lo mismo que el deterioro de la eficacia del poder. Después de un tiempo, deja de intimidar.

Es por eso que la proposición, lanzada allá por 2003, del neoconservador Robert Kagan (“Los estadounidenses son de Marte, los europeos de Venus”), ofrece una directriz que es bastante desorientadora. Sí, es lo suficientemente cierto que la Unión Europea (UE) ha ido más lejos en el camino pacifista en comparación a Estados Unidos. La UE es el débil centro neurálgico de un flácido cuasi Estado, con fronteras casi indefensas donde la retórica humanitaria enmascara a la cobardía. No obstante, el despliegue esporádico, errático, y en gran medida ineficaz de poder por parte de Estados Unidos no llega a ser de temple marciano.

Los reequilibrios

La decadencia de Occidente se yuxtapone al ascenso de Oriente, especialmente de China. Es difícil decir si Rusia está en ascenso o caída, de cualquier manera, lo que pasa allí es inquietante. Montar un poder en ascenso sobre un sistema internacional en deterioro rara vez se produjo de forma pacífica. Quizás, una capacidad estadista superior de Occidente y de China va a evitar una gran guerra. Pero esto, en términos históricos, sería un bono.

La creciente fragilidad del orden político internacional está disminuyendo las perspectivas de la economía mundial. En la historia registrada, esta es la recuperación más lenta de una caída importante. Las razones para esto son complejas, pero parte de la explicación debe ser la debilidad de la recuperación del comercio internacional. En el pasado, la expansión del comercio fue el principal motor de crecimiento del mundo. Pero ahora va a la zaga de la recuperación de la producción (que por sí misma es modesta), debido a que el tipo de orden político mundial que es hospitalario con la globalización está desapareciendo.

Un síntoma de esto es que, después de catorce años, no se ha llegado a concluir la Ronda de Doha de negociaciones comerciales. Aún llegan a cristalizarse acuerdos comerciales y monetarios, pero de manera más frecuente estos toman la forma de acuerdos regionales y bilaterales, en lugar de ser acuerdos multilaterales que puedan ser útiles a objetivos geopolíticos más amplios. El Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés) liderado por Estados Unidos, por ejemplo, está dirigido en contra de China y la iniciativa de China denominada la Nueva Ruta de la Seda es una reacción a la exclusión de este país del TPP, que es un acuerdo que aglutina a doce países.

Quizás, estas negociaciones regionales van a llegar a ser un paso adelante que conduzca hacia un libre comercio más amplio, pero lo dudo. Un mundo dividido en bloques políticos se convertirá en un mundo de bloques comerciales que se sostendrán mediante el proteccionismo y la manipulación de sus monedas.

Y, sin embargo, incluso en circunstancias en las que las relaciones comerciales están cada vez más politizadas, nuestros líderes continúan instándonos a que nos preparemos para cumplir con los “desafíos de la globalización”, y pocos cuestionan los beneficios de la reducción de costos mediante la automatización. En ambos casos, los políticos están tratando de obligar a poblaciones renuentes que anhelan seguridad a que se adapten. Esta estrategia no sólo es desesperada, sino que también es engañosa, ya que es obvio que si el planeta va a continuar siendo habitable, la competencia relativa al crecimiento económico debe dar paso a la competencia relativa a la calidad de vida.

En resumen, estamos muy lejos de haber desarrollado un conjunto fiable de preceptos y políticas que nos guíen hacia un futuro más seguro. Por lo tanto, no es de extrañar que las poblaciones occidentales miren hacia el futuro con aprensión.

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