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Con la base monetaria congelada, ¿por qué no baja la inflación?

31 marzo de 2019

Por Sebastián Senlle

La persistencia de la inflación en Argentina resulta dolorosa, cuando nos aprestamos a completar 13 años seguidos con una inflación de dos dígitos. La inflación no sólo corroe el poder adquisitivo de los ingresos sino que genera muchísimas otras consecuencias reales: desalienta el ahorro y los proyectos de inversión a largo plazo, reduce los horizontes de los contratos quitando previsibilidad y consume recursos valiosos (costos de transacción de negociación de paritarias y renovaciones de contratos, tiempo perdido en reajustar continuamente precios o en asignar nuestra cartera de ahorros para cubrirse del aumento de precios, etcétera).

Al respecto, las explicaciones que se la han ofrecido a la sociedad son variadas. Desde algunos sectores que se denominan “heterodoxos” apuntan a los grandes formadores de precios y la puja distributiva entre renta y salarios como motor inflacionario. La explicación puede servir para ilustrar la inercia del problema en la carrera salarios versus precios, pero obvia totalmente el aspecto monetario: es imposible explicar cómo se puede mantener un proceso inflacionario durante más de diez años sin variaciones en la cantidad de dinero. Difícil de explicar, también, por qué las empresas en Argentina serían avaras generadoras de inflación y no lo serían, en cambio, las de todos los países de la región, ninguno de los cuales convive con los aumentos de precios que aquejan al nuestro. Voluntarista, esta explicación intenta eximir de culpa al financiamiento monetario del déficit y caerle, en cambio, al sector privado, pero padece severas lagunas argumentales.

Su consecuencia lógica, además, es errada, porque lleva a pensar en controles de precios. El anterior Gobierno intentó pisar todos los precios que pudo (tarifas de transporte, servicios, Precios Cuidados y, finalmente, el dólar  a través del cepo), pero no logró quebrar la inflación. Claro: difícil hacerlo cuando, entre mayo de 2003 y diciembre de 2015, la base monetaria se multiplicó por 14.

En tanto, el mantra con que los economistas liberales más mediáticos han machado en los últimos años es “la emisión genera inflación”. Con sus matices, la frase es mayoritariamente cierta: es muy difícil que un proceso inflacionario se mantenga en el tiempo si la cantidad de dinero se mantiene constante. En un país que convivió con déficit fiscal en 108 de los últimos 118 años, nunca está de más romper con la lógica de Alicia en el País de las Maravillas e insistir en que monetizar el déficit no es neutral en precios. Imprimir por sobre la demanda de pesos necesariamente irá a presionar la demanda agregada o bien a aumentar la demanda de moneda extranjera. En ambos casos, el resultado será inflacionario.

Asegurar a secas que “la emisión genera inflación”, sin embargo, falla en explicar determinadas situaciones, como que a la salida de la crisis subprime de 2008-2010, EE.UU. y Europa hayan podido aumentar la base sin ver incrementos generalizados de precios. Más cercanamente, el actual programa monetario mantiene la emisión casi congelada desde octubre pasado (+3% respecto al 1° de octubre) y la inflación, sin embargo, se ha acelerado respecto a los meses previos.

Los economistas heterodoxos se frotan las manos y se apuran a asegurar que la ortodoxia monetaria es la que no funciona. Del otro lado, se han escuchado argumentos de economistas ortodoxos que hablan de “lags” en la política monetaria o que consideran que “las Leliqs son emisión”. En mi opinión, ambos argumentos no captan lo central de esta historia. Las Leliq no son dinero. Su existencia actual no es inflacionaria per se, porque las Leliq no son un medio de pago válido que presione contra la demanda de bienes y servicios.

No obstante, afectan a la inflación por otra vía. Por definición, el dinero cumple, en el caso de una moneda sana, tres roles: funciona como medio de pago, como unidad de cuenta (los precios se expresan en esta unidad) y como reserva de valor. El peso argentino cumple bien el primer rol, tiene leves fallos en el segundo (algunos precios de bienes durables se expresan en dólares) y evidentes falencias para cumplir el tercero.

En este sentido, la política de base monetaria constante, bajo un escenario donde la inflación inercialmente se mantiene, tenderá a subir la demanda de pesos por la vía transaccional (cada vez harán falta más pesos para realizar las mismas operaciones diarias). No obstante, si los agentes entienden que el BCRA se está llenando de pasivos remunerados a futuro que eventualmente no podrá renovar y se convertirán en dinero, la demanda de pesos caerá por efecto de sus expectativas (en este caso, de emisión futura). Los agentes querrán mantener saldos reales cada vez menores y desprenderse de los pesos que no necesiten para sus operaciones básicas, subiendo la velocidad de circulación.

El punto de que la base monetaria está fija (emisión cero) nos habla sobre la oferta de dinero actual. Pero cuando se dice que la inflación es un fenómeno  monetario, se debe enfatizar en que no sólo interviene la oferta sino también la demanda. La oferta fija debería hacer crecer la demanda (por el lado transaccional), pero si no viene acompañada de confianza, no alcanza a compensar la menor demanda “especulativa”.

Podemos pensar la base monetaria, para ilustrar el punto, como “las acciones del BCRA”. Emitir más “acciones” (ampliar la base) en un momento donde el precio de éstas está cayendo (el peso se está depreciando) sólo profundizaría la baja del precio de las acciones (la pérdida de valor de la moneda). Por el contrario, después de una caída brusca, es un momento interesante para que el accionista recompre parte de sus pasivos, desprendiéndose de una cantidad relativamente baja de activos (por ejemplo, que absorba pesos con reservas).

En síntesis, el precio de las acciones dependerá de la confianza que se tenga en el emisor. La inflación será una función creciente de la desconfianza del BCRA. Y como en Argentina, el BCRA no ha sido independiente del Gobierno, en última instancia, la inflación dependerá de la confianza en este último.

La tarea de dotar de credibilidad a la autoridad monetaria no está exenta del uso de herramientas innovadoras, que complementen lo monetario. Acuerdos salariales que no incorporen indexación, compromisos creíbles asumidos por la clase política en su conjunto de no usar anclas que adquieren trayectorias explosivas (como pisar el tipo de cambio o fijar, con subsidios, el precio de los regulados), contratos más extendidos y el uso de herramientas denominadas en pesos (como los UVA), allí donde el peso falla como unidad de cuenta, ayudan.

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En este sentido, las alarmas sobre las Leliq parecen exageradas. El BCRA hoy pisa sobre terreno mucho más firme que hace tres años: los pasivos remunerados eran en diciembre de 2015 el 124% de las reservas, contra el 35% actual. Los pasivos totales (remunerados + base) bajaron del 379% de las reservas hasta 81%. Sin embargo, las tasas elevadas que paga por renovarlas, su cortísimo plazo y las dudas sobre el rumbo de la política monetaria después del test electoral de octubre contribuyen a generar una incertidumbre tal que el peso se convierte en un activo riesgoso. Esto presiona a la baja la demanda y exige endurecer lo contractivo desde el lado de la oferta para restablecer el equilibrio. Pero como un círculo vicioso, esa reducción de la oferta se hace aumentando el stock de Leliq (y no, por ejemplo, recibiendo pesos con los que cancelar Letras Intransferibles, algo sugerido en el primer acuerdo con el FMI), lo que profundiza las dudas a futuro y refuerza la baja de la demanda (al implicar un cambio en la composición del pasivo del BCRA: menos base -no remunerada- y más letras por las que paga interés).

Aunque la hoja de ruta parezca clara, la tarea de construir un BCRA creíble dista de ser: implica mejorar su hoja de balance, atarse a reglas y fijarse metas creíbles y cumplirlas. En el medio, los cantos de sirena son permanentes: el Gobierno estará siempre incentivado, por las urgencias electorales, a presionarlo para que haga política expansiva de corto plazo (emitiendo, apreciando el tipo de cambio nominal o promoviendo tasas reales negativas que fomenten el consumo) y aparecerán analistas con recomendaciones de atajos para cortar de cuajo la inflación, como dolarizar la economía.

Como los agentes saben que Gobierno y BCRA en Argentina van de la mano, del lado fiscal, la mejor colaboración posible es la de un Estado con superávit, que no requiera financiamiento monetario y que le permita retener sus utilidades e ir cancelando las Letras Intransferibles que recibió como contraparte de la emisión pasada.

En suma, para bajar la inflación, se necesita un compromiso de la clase política en su conjunto, que genere una hoja de ruta previsible para reconstruir patrimonialmente a la autoridad monetaria, lograr y preservar el equilibrio fiscal y no volver a apelar a atajos de corto plazo de atrasar precios relativos (como el tipo de cambio o las tarifas de los servicios). Lamentablemente, es difícil esperar que esto pase en medio de la incertidumbre electoral y cuando una parte importante de la oposición parte de un diagnóstico tan distinto.

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