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Táctica y estrategia de la guerra (contra la pobreza)

11 febrero de 2019

Por Jorge Paz Conicet y Ielde

Un fantasma recorre América Latina: el fantasma de la pobreza. Este problema tiene en realidad dos soluciones claras, con muchos defensores y detractores de cada una de ellas. Son tan fáciles de entender como complicadas de implementar: a) el crecimiento económico , y b) la redistribución del ingreso. En esta nota me voy a concentrar en la primera. El crecimiento económico, per se, es capaz de abatir la pobreza en un plazo que será variable según el punto de partida (la línea de base).

El crecimiento sustancial, sistemático y sostenido de los ingresos, aún en ausencia de cambios en su distribución, tarde o temprano, termina sacando a todos los pobres de la pobreza absoluta (por ingresos, claro está). Para que eso se dé, es condición necesaria que los ingresos de los pobres, provengan de la fuente que provengan, aumenten.

China bajó la pobreza del 88% al 11% creciendo durante treinta años a una tasa superior al 7% por año. India redujo su nivel del 54% al 22% creciendo a 4%. En suma, el crecimiento permite reducir la pobreza, pero para erradicarla, se debe crecer sostenidamente a tasas altas. Nuestro país en particular, debería crecer en los próximos quince años al 3% en promedio y sin inflación, para alcanzar la pobreza cero en el año 2030.

Los que apoyan la táctica del crecimiento como principal motor de la reducción de la pobreza se amparan en la creación de puestos del trabajo: el crecimiento implica creación de puestos de trabajo y el empleo es el único antídoto genuino en contra de la falta de ingresos. Todo bien hasta ahí. Pero este argumento omite la existencia de “tipos” o “clases” de crecimiento, todos ellos de diferente calidad. Además, al plantear que el empleo va a terminar con la pobreza (como los que ahora abogan por el “modelo australiano de desarrollo”), omiten el hecho básico de la existencia de empleos de diferente calidad.

El trabajo asalariado, nacido en la revolución industrial, ascendió a las alturas y fue glorificado por el keynesianismo y por el estado benefactor de la segunda posguerra. El carácter de tótem que adquiere en estos momentos por su supuesto poder para acabar con la pobreza se da en un momento en que el cambio tecnológico lo está haciendo desaparecer del mapa social. Los que defienden el “modelo australiano de desarrollo” basado en el empleo de baja cualificación están pensando en realidad en la Australia de los años cincuenta del siglo pasado.

Argentina hoy

En la Argentina de hoy, el 50% de la población está virtualmente fuera del mercado laboral. En el país, como en el mundo, el problema del empleo es mayor que el del desempleo. En el planeta hay 200 millones de desempleados, y 900 millones de trabajadores tienen un ingreso tan bajo que no cubre las condiciones de vida mínimas. En la Argentina los desocupados son cerca de 2 millones, pero los “ocupados” en puestos prescindibles y poco dignos son más de 7 millones.

Los últimos datos (2018) muestran que el 17% de los ocupados viven en hogares pobres, el 32% de los trabajadores tiene un ingreso situado por debajo del salario mínimo, el 42% tiene ingresos laborales mensuales inferiores a $15.000 por mes y, si se toma sólo la ocupación principal, el 44% gana menos de $15.000 por mes. Es decir, se presenta el fenómeno de pobreza con empleo.

  

Es una herencia del keynesianismo asociar pobreza con falta de empleo. Las economías pos-industriales de Europa y América del Norte advirtieron recientemente ese problema, que recibe austra cada vez más atención. La figura del “trabajador pobre” surgió con fuerza de la última gran crisis del capitalismo (2008), aunque en las economías latinoamericanas, asiáticas y africanas estaba instalado mucho antes como una endemia.

El “descubrimiento” de este fenómeno lo hizo el antropólogo Keith Hart en 1972. En ese entonces, una misión de la OIT sobre el empleo en Kenia, analizó por primera vez las actividades económicas fuera de la economía formal utilizando el término “sector informal”. La sorpresa de Hart fue que en Ghana no había desempleo y que, a pesar de eso, casi todos eran pobres. Ciertamente, las actividades de los “trabajadores pobres” eran todas prescindibles, de productividad prácticamente nula.

Lo importante entonces de desactivar la mítica asociación empleo-no pobreza y para ello los datos siempre son un buen auxilio. En el cuadro, con datos referidos al primer semestre de 2018, se reportan tasas del mercado laboral argentino diferenciadas por el tipo de hogar en el que residen las personas: pobres y no pobres (por ingresos).

La última fila son los datos que reporta Indec mientras que las dos primeras filas diferencian entre hogares pobres y no pobres. Se constata fácilmente que no todos los pobres son inactivos o desempleados, aunque la incidencia del desempleo y de la inactividad sea más elevada entre las personas que residen en hogares pobres.

La táctica “australiano y keynesiana” de generar empleo como estrategia de combate de la pobreza es un antiguo relato de mediados del siglo pasado que no asegura el resultado esperado. Como alguna vez supo decir la economista inglesa Joan Robinson, el desempleo es un lujo que pueden darse los trabajadores de los países desarrollados.

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