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Gobernar la crisis

03 enero de 2019

Por Ignacio Lautaro Pirotta Politólogo

Jair Bolsonaro es producto de la crisis de representación que atraviesa Brasil. El malestar con la política expresado inicialmente en las manifestaciones de junio de 2013 con demandas de mejores servicios públicos ?entre ellos seguridad?, dio lugar a la crisis de representación a partir de la corrupción expuesta por la operación Lava Jato. Indignados y desconfiados de la clase política, 46% de los brasileños optó por Bolsonaro en la primera vuelta, quien, como bien clasificaron Miguel de Luca y Andrés Malamud, es un híbrido entre un outsider y un político profesional: un Maverick o disidente, que tiene trayectoria política pero rompe con el establishment. Bolsonaro siempre tuvo el mismo discurso antiestablishment, la crítica a la política y lo que se conoce (o conocía) como incorrección política. Lo nuevo es la coyuntura de crisis.

El presidencialismo en un sistema de partidos multipartidista y fragmentado como el de Brasil ha dado lugar al presidencialismo de coalición. La formación de coaliciones de gobierno que garantizan la mayoría parlamentaria, la cual de otro modo sería imposible conseguir. A su vez, esa coalición nunca se alcanza sólo en función de los contenidos programáticos sino que, históricamente, ha sido construida mediante la participación de los partidos en el gabinete, la discrecionalidad del ejecutivo en el manejo del presupuesto y, según evidencian tanto la Lava Jato como el anterior gran escándalo (el mensalão) mediante las llamadas “caja 2”, o financiamiento ilegal.

Los escándalos de corrupción y la crisis de representación se traducen respecto al presidencialismo de coalición de dos formas: se consolida la visión de que este es un fuerte incentivo para la corrupción y, segundo, se lo critica en tanto la lógica de negociación política, que tiene en el Congreso el espacio donde los políticos procuran garantizar su propio poder de espaldas a las demandas de la sociedad. Así, prácticas legales como repartir cargos entre los aliados partidarios han pasado a ser consideradas parte de la espuria política partidaria que solo se preocupa por proyectos de poder. Bolsonaro es la condensación de ese discurso antipolítico. De allí que la promesa durante su campaña fue que no formaría su gabinete a partir del llamado “toma lá da cá” con los partidos políticos, en referencia a la distribución de cargos a cambio de apoyo parlamentario, y que lo haría sí con un criterio técnico y la indicación de las bancadas temáticas que habitan el Congreso.

Con esa fórmula integró su gabinete, ya que aunque hay ministros con pertenencia partidaria sus nombramientos fueron sugeridos por las bancadas y no por los partidos a los que pertenecen, produciendo los primeros malestares. Entre las más mencionadas en el último tiempo están la bancada de la bala (los que apoyan la liberación del porte de armas), de la Biblia (o evangélica) y del boi (ruralista), y que son, de momento, el principal apoyo legislativo del nuevo Gobierno.

Si bien las bancadas temáticas son importantes no tienen la organicidad ni el peso de los partidos políticos. Son agrupamientos restringidos sólo a los temas de su interés y sin homogeneidad alguna más allá de ellos. A diferencia de los partidos no tienen forma de ejercer disciplina ni orientar el voto, tampoco poderes procedimentales ni de agenda en el Congreso. Las bancadas temáticas son importantes por su número, pero su eficacia depende del tema en tratamiento. La dinámica parlamentaria tiene en los líderes partidarios a sus jugadores clave, y son estos los que Bolsonaro ha evitado en pos de una nueva forma de hacer política.

Haberse apoyado hasta ahora en las bancadas en detrimento de los partidos resultó en la falta de una coalición de gobierno, lo cual es visto con preocupación entre otros por el mercado, cuya principal exigencia es una reforma previsional sustancial, la cual para ser aprobada requeriría de una enmienda constitucional votada con mayoría especial. La agenda reformista de Bolsonaro depende del apoyo del Congreso y en términos políticos es allí donde tiene su principal e inminente desafío.

Sin embargo, la falta de una coalición partidaria también podría significar una fortaleza: algo similar, salvando la enorme distancia entre ganar una elección y asegurar la gobernabilidad, sucedió meses atrás cuando Bolsonaro intentó aproximarse a dos partidos pequeños en busca de un vice para completar la fórmula. Ambos partidos rechazaron la alianza y ese aislamiento fue analizado entonces como una gran debilidad. Sin embargo, en función de los resultados podría entenderse que terminó por fortalecerlo en su perfil de Maverick o disidente que no tiene compromiso con la política tradicional. Y fue ese discurso de una nueva política lo que los brasileños, preocupados por la crisis de representación, eligieron. Carente de una coalición de gobierno, lo esperable si fuera un político tradicional sería establecer acuerdos con el centro, dejando aislados a los partidos de centroizquierda e izquierda (entre ellos el PT). Sin embargo se trata de Bolsonaro y existe la posibilidad de que continúe con la crítica a los partidos, a la corrupción y las viejas formas de la política durante su gobierno. De hecho un enfrentamiento con el desprestigiado Congreso podría consolidarlo como el líder de la nueva política.

El politólogo Carlos Pereira de la Fundación Getúlio Vargas señala que es muy probable que el nuevo gobierno utilice la estrategia llamada “Going Public”, exponiendo al Congreso ante la sociedad como si este fuera un obstáculo para las necesidades del país y forzándolo, vía la presión de la sociedad, a seguir el rumbo del gobierno. Pero Pereira agrega que esta estrategia es de corto alcance, y está casi restringida a la luna de miel del nuevo gobierno.

El sistema político brasileño primero sufrió el terremoto de la Lava Jato, del cual aún no se ha reacomodado. Ahora se agrega el tsunami Jair, que ya se tragó a la polarización PT/PSDB dominante en las presidenciales desde 1994. Habrá que ver qué queda cuando baje la marea.

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