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¿Podemos prescindir de Aerolíneas Argentinas?

¿Está justificado mantener una línea aérea de bandera con financiamiento público? Ya no más

13 noviembre de 2018

Por Eric Grosembacher UCEMA

Doscientos millones de dólares es el monto al que asciende, en 2018, el subsidio del Estado a nuestra preciada Aerolíneas Argentinas (AR). En otras palabras, son US$ 548.000 por día que dejan de ir a una escuela, a un hospital, a la construcción de un camino o que simplemente podrían ser devueltos a los contribuyentes. En un año en el que los argentinos debemos pagar los costos de un enorme ajuste fiscal, este no es un dato menor.

Frente a esto, cabe preguntarnos lo lógico. ¿Está justificado el propósito de mantener una línea aérea de bandera con financiamiento público? Hace unos años, con otras reglas, no estaba tan claro. Hoy la respuesta es un rotundo no. No sólo es un gasto innecesario, sino que genera distorsiones indeseables en el mercado aerocomercial. Veámoslo en detalle.

En los ocho meses que lleva Flybondi volando por nuestro cielo, hizo más por la integración territorial, el desarrollo de las economías regionales, la creación de puestos de trabajo y el turismo interno que cualquier otra política de gobierno con dicho fin. Al día de hoy, la aerolínea low cost vuela 17 rutas a lo largo y ancho del país, alcanzando 13 destinos y a tarifas hasta diez veces más bajas, lo que permitió que 100.000 argentinos volaran por primera vez en avión. A su vez, la llegada de nuevas aerolíneas que operan rutas nacionales, tales como Norwegian, JetSmart y Lasa, permiten una conectividad cada vez mayor entre distintos puntos del país, incluso sin pasar por Buenos Aires.

Sin ir más lejos, este fue el resultado de la correcta decisión del Gobierno de autorizar la operación de nuevas aerolíneas en los cielos argentinos y eliminar la norma que establecía una tarifa mínima en los pasajes. Es el ejemplo por excelencia de lo que advertimos a menudo los que anhelamos una mayor libertad económica: eliminar una regulación puede traer un beneficio significativamente mayor que la regulación en sí misma.

De esta forma, podemos enterrar de una vez y para siempre el mito de que necesitamos una aerolínea estatal para desarrollar el federalismo territorial. Ahora bien, el lector se preguntará qué pasa con los destinos a los que no llegan otras aerolíneas, a los que comúnmente se refiere como rutas no rentables. Este uno de los interrogantes que primero se apunta a la hora de defender la existencia de AA e incluso hay quienes alertan que “provincias enteras se van a quedar sin vuelos”, en palabras del propio Mariano Recalde, ex titular de la compañía -durante la gestión más deficitaria-.

Para responder esta pregunta, propongo el siguiente ejercicio: imaginemos que Aerolíneas Argentinas deja de operar dichas rutas. ¿Qué sucede? Probablemente, pronto se verá cómo nuevas compañías se esfuerzan por captar aquel mercado. Sin una empresa estatal con la que competir en condiciones desiguales y con un público de pasajeros ya establecido, los incentivos para tomar el negocio serían enormes. ¿Y si esto no sucede? no se preocupe, ¿recuerda los doscientos millones de dólares? con tan solo cerrar Aerolíneas Argentinas, el Gobierno se ahorraría US$ 548.000 por día, que tendrá entonces disponibles o bien para incentivar (por ejemplo, impositivamente) a las aerolíneas que deseen operar esas rutas hasta tanto se induzca una mayor competencia o bien para implementar un programa de subsidio a la demanda. Es decir, que las aerolíneas elijan un precio del boleto al menos suficiente para cubrir sus costos y el Estado otorgue vouchers a quienes lo necesiten para viajar, por ejemplo, por cuestiones de salud. Si Aerolíneas es prescindible en las rutas menos rentables, entonces lo será en su totalidad.

Por otra parte, puede comprenderse lo reconfortante de ver una insignia argentina en un aeropuerto a miles de kilómetros. Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿la soberanía de una Nación depende de si ésta cuenta con una aerolínea de bandera, y que además sea estatal? probablemente no. De hecho, son despreciables los casos de aerolíneas de bandera con financiamiento público alrededor del mundo, y Argentina no tiene por qué ser la excepción.

En definitiva, no parece haber justificativo alguno para continuar con el capricho de mantener Aerolíneas Argentinas. Ni con su privatización, como ya se intentó -obteniendo un rotundo fracaso-, ni con su sostenimiento público. La huelga gremial de la semana pasada, que dejó 30.000 pasajeros varados y 258 vuelos cancelados, demuestra una vez más un trasfondo político intrínseco a la administración estatal de la compañía, con un costo enorme para los contribuyentes. Los privilegios y las remuneraciones de sus empleados superiores a los de cualquier otra aerolínea, así como la frecuente creación de cargos gerenciales, también son ejemplo de ello.

El objetivo propuesto por el Gobierno de alcanzar el déficit cero de la compañía para el 2018 era sin dudas valioso. Si bien este se logró reducir desde US$ 900 millones al año (el costo durante la gestión kirchnerista), los números ya confirman que el déficit cero seguirá siendo un deseo postergado. Esto viene a recordar que, sin una reforma estructural que lo avale, un cambio de intenciones difícilmente pueda llegar muy lejos. Por lo tanto, mientras Aerolíneas sea estatal, el déficit cero quedará a merced de la buena voluntad, capacidad y suerte del gobernante de turno.

Adaptarnos a un mundo globalizado requerirá en primer lugar desprendernos del romántico concepto en extinción de aerolínea de bandera. Si deseamos alcanzar una verdadera integración federal con un Estado eficiente, prescindir de Aerolíneas Argentinas y continuar con una política de apertura aerocomercial debe ser una prioridad.

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