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La crisis cambiaria en su peor momento

En el escenario actual, en definitiva, lo urgente y lo importante son lo mismo: un cambio integral de funcionarios, políticas y la forma de comunicarlas

Héctor Rubini 03 septiembre de 2018

Por Héctor Rubini Instituto de Investigación en Ciencias Económicas de la USAL

La crisis se ha agravado y forzaría a cambios en el gabinete (inciertos al cierre de este artículo), y de la nueva arquitectura administrativa y de comunicación del Gobierno. Las preguntas sin repuestas no son pocas. ¿Es políticamente viable y creíble el giro a un programa de shock recesivo? ¿Por qué confiar en un programa fiscal más duro cuando, salvo la baja en el déficit primario, el Gobierno no logra cumplir todo lo firmado tres meses atrás?

Evitar la huida de deuda argentina parece ser la prioridad, vía un ajuste fiscal y la eliminación gradual de las Lebac. Ahora bien, para evitar nuevos bombazos de emisión monetaria como en agosto, el Tesoro debería colocar más deuda en los bancos. ¿Podría evitarse una suba de tasas de interés y mayor caída del PIB y de la demanda de pesos? Si los bancos locales perciben una caída en PIB que aumente la morosidad de los créditos y la inflación, no habrá forma de frenar la demanda de dólares ni una nueva estampida del tipo de cambio y de las tasas de interés.

La respuesta del Gobierno vía suba de tasas de interés y de encajes a los bancos se pensó como un buen sustituto de un plan de estabilización y crecimiento.

Esto no evitó la huida al dólar ni la caída de la demanda de dinero. Subir encajes y tasas de interés a niveles exorbitantes no logra controlar las expectativas. Las tasas de interés oficiales siguen al mercado, y estas a las expectativas de inflación. O sea, son endógenas a la psicología del mercado, no una variable de efectivo control del BCRA. Pero tampoco la base monetaria.

Al elegirse la flotación cambiaria administrada, con libre movilidad de capitales permite dominar la inflación con control de la base monetaria. Pero no vía “control” de tasas de interés arbitradas con las del exterior. Con libre movilidad de flujos de capitales, tasas de interés exógenas y base monetaria fuera del control de las autoridades, las expectativas del público inversor y de la economía local (familias y empresas no financieras) son las dominantes.

Dentro de este marco, una huida simultánea contra deuda argentina en el exterior y contra pesos en el mercado interno no se puede detener con préstamos del FMI. Más pérdida de reservas, y menos confianza en corregir el déficit fiscal y el de la cuenta corriente de balanza de pagos, conducen a la huida de bonos argentinos y de moneda local, y aumento del tipo de cambio, del riesgo país y de las tasas de interés. Una estrategia de “inflation targeting” no tiene sentido (en realidad, nunca lo tuvo). Menos con precios regulados cuya dinámica escapa a lo que haga o no el BCRA.

En el caso de nuestro país la percepción de capacidad de pago se deterioró ante las respuestas del BCRA luego de la fuga de inversores de fines de abril. Si hubo un “cisne negro” no fue la caída, de la demanda de pesos y bonos del Gobierno, sino la deficiente respuesta de las autoridades luego de la primera gran caída de las reservas del BCRA el pasado 25 de abril. La reacción en el exterior fue la de vender bonos argentinos y optar por los de otros emisores. En nuestro país, fue la fuga de pesos a dólares.

Apresuradamente se pidió auxilio al FMI para reducir el exceso de demanda de moneda extranjera sólo con aumento de la oferta de dólares. Sin embargo, el problema no se resuelve con créditos externos si automáticamente éstos se fugan al exterior. Menos cuando se trata de sustituir deuda cuasi fiscal del BCRA con nueva deuda del Tesoro y la demanda de mercado parecería estar más “amarreta” que lo esperado por las autoridades.

Corregir esto exige enfrentar el problema fiscal sin más demora y con un programa de estabilización y reformas para el crecimiento. Una tarea que exige reducir gastos y reducir cargas tributarias, y que excede a ciertas sugerencias sobre la viabilidad o no de una dolarización unilateral. Un régimen así, no “blinda” a la economía local de los vaivenes de la cotización del dólar en el exterior o de los términos de intercambio, ni evita el impacto externo de “contagios” como el de la lira turca, subas de tasas de interés en EE.UU. sobre los flujos de capitales, o la interrupción de financiamiento externo. La crisis de Grecia, por caso, se desarrolló y agravó habiéndose adoptado ya el euro como moneda propia.

Un plan creíble requiere conciliar exigencias de ajuste fiscal y estabilización con una cuidadosa evaluación de costos y beneficios. Sin certezas sobre el reparto de esos costos y beneficios no será fácil implementar un programa de ajuste más recesivo. Tampoco lograr que sea aceptado como ni por el FMI ni por los principales dirigentes políticos, empresariales y sindicales. Sin un programa que despeje las dudas sobre el financiamiento de la brecha fiscal para 2019 y 2010 con recursos genuinos, recrudecerán las expectativas de eventuales controles de capitales o de cambios, más emisión de dinero y de deuda interna, y de mayores subas de tasas de interés. A su vez, los rumores sobre retorno a las retenciones a las exportaciones y los conflictos laborales y en el propio sector público, suman incertidumbre y conflictividad a niveles inesperados apenas unas pocas semanas atrás.

En el escenario actual, en definitiva, lo urgente y lo importante son lo mismo: un cambio integral, de funcionarios, de políticas, y de la forma de implementarlas y de comunicarlas. Si las autoridades no lo entienden, la salida va a ser costosa para todos. Por ahora, al menos, si algo no queda del todo claro es cuándo y cómo se llegará al final de esta crisis.

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