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Postales del analfabetismo financiero

Hoy, la restricción presupuestaria

27 agosto de 2018

Por Ezequiel Baum Economista especializado en educación financiera, autor de “Ordená tu Economía” y fundador de Trainer Financiero

-Si está comparando el reclamo de los científicos con pedir flan, me parece malísimo.

Tengo un grupo de Whatsapp con tres amigos de toda la vida. Uno de ellos es científico posdoctorado en química en Conicet-UBA y otro es un ingeniero con años de experiencia en la industria aeroespacial en la Conae. Amábamos Cha Cha Chá y toda la vida nos la pasamos repitiendo frases de sus sketches. Hace tiempo que evitamos hablar de política.

Pero cuando envié el video de Alfredo Casero sobre el flan empezaron los intercambios. El clip de la entrevista en la que le trata de explicarle a Fantino lo que piensa de los reclamos a Macri, se metió en todas las conversaciones y situaciones cotidianas. Además de abrir antojos, renovó discusiones entre amigos, familiares y compañeros de trabajo respecto a qué se le puede pedir a un gobierno que, desde hace casi tres años, está intentando normalizar la economía (la casa incendiada en la metáfora de Casero). Muchos, para ofenderse, quisieron interpretar el pedido de flan como la equiparación de los reclamos populares a la demanda de lujos. Otros fueron más lejos y notaron que la metáfora del flan entraba perfecto para los que corren al Gobierno por izquierda y por derecha. En mi grupo de Whatsapp el tema no es fácil porque las decisiones políticas afectan negativamente las vidas profesionales de mis amigos.

Pero más allá de la metáfora y de lo que cada uno pueda opinar sobre el Gobierno, el video puso de manifiesto la dificultad para aceptar un principio económico y financiero de base: la restricción presupuestaria.

Hasta donde recuerdo, es un concepto que se ve en alguna materia del secundario que cubre tópicos de Economía, lo cual no es razón suficiente para suponer que la mayoría de los jóvenes, adultos y ancianos tenga interiorizada la idea de que todo no se puede y entonces hay que elegir.

Para entender la restricción presupuestaria, en la microeconomía más elemental se plantea un ejercicio por el cual un consumidor teórico tiene un presupuesto limitado, supongamos $ 1.000, y puede optar por consumir dos bienes, supongamos pan y jugo de frutas, cada uno con su respectivo precio, sigamos suponiendo $ 50 el kilo de pan y $ 40 el litro de jugo. Esto significa que este consumidor puede consumir como mucho $ 1.000 / $ 50 = 200 kilos de pan o $ 1.000 / $ 40 = 250 litros de jugo de fruta.

Luego podrá elegir cualquier combinación de kilos de pan y litros de jugo, dentro del presupuesto.

¿Qué cantidad de cada uno va a elegir? La respuesta que nos da la microeconomía es simple: la cantidad que le genere mayor utilidad en función a la relación de los precios y el placer derivado de ir consumiendo más pan y menos jugo o viceversa. La racionalidad detrás de todo este asunto es sacarle el mayor jugo posible al presupuesto, generando el mayor nivel de utilidad posible.

Ahora, ¿qué pasa cuando el que tiene que elegir como gastar un presupuesto no es un consumidor hipotético sino el Poder Ejecutivo de un Estado con división de poderes y cargos ejecutivos renovables cada 4 años, que además es una federación de 23 provincias? ¿Y cómo hace para gestionar un Presupuesto que arrastra un déficit, que fue financiado durante años con emisión monetaria derivando en una inflación sostenida de más del 20%? ¿Cómo logra reducir el déficit, llevar adelante obras de infraestructura, paliar los impactos socioeconómicos del ajuste y bajar impuestos para estimular el crecimiento de la economía en un contexto de crisis mientras baja la inflación? ¿No tiene todo eso un nivel de dificultad similar al de intentar cocinar un flan luego de evacuar una casa incendiada?

La restricción, además, tiene otra dimensión adicional: la de los dólares. Nos vinculamos con los demás países vendiéndoles bienes y servicios aprovechando las ventajas que tenemos. Tanto las naturales (commodities y turismo), como las derivadas de la eficiencia o la calidad (manufacturas agropecuarias e industriales y también servicios tecnológicos), y eso hace que entren dólares. Pero también compramos mucho del mundo, porque no podemos vivir con lo nuestro dado que hay muchísimas cosas que no podemos producir o fabricar, sobre todo bienes de capital e insumos tecnológicos, pero también turismo. Eso hace que salgan dólares. La relación entre nuestros, precios y los del mundo está intermediada por el tipo de cambio: el valor del dólar en pesos permite expresar cualquier precio local para compararlo con precios internacionales, y viceversa. Cuanto más caros seamos en términos relativos, menos podemos venderle al mundo y más chances tenemos de que sea más barato comprar cualquier producto de afuera (por ejemplo de China), vacacionar en el extranjero en lugar de recibir turistas del mundo, generando un déficit comercial que lleva a una menor cantidad de dólares disponibles. Muchas veces el desenlace de este tipo de desequilibrio termina siendo una suba del dólar, es decir, una devaluación del peso, tal como sucedió. Termina dejando nuestros precios en dólares relativamente más baratos respecto a los internacionales. Pero eso hace que los bienes importados se vuelvan muy caros, muchos de los cuales son fundamentales para producir en el país.

Quiere decir que además de tener una restricción presupuestaria en pesos, tenemos una en dólares. Que no sólo opera sobre nuestra capacidad de comprarle al mundo cosas que no podemos producir, si no de pagar los intereses y las deudas en dólares.

Muchos se enojan cuando se hace la analogía de que así como una familia no puede gastar más de lo que gana, un Estado tampoco debería hacerlo, argumentando que es simplificar el problema y que no es comparable. Es cierto, no es comparable: los Estados, durante un tiempo, pueden imprimir dinero y patear para adelante el efecto de la restricción, gastando más de lo que recaudan. Las familias, no. Como mucho pueden endeudarse. Pero tarde o temprano todos los prestamistas quieren cobrar, capital e intereses. Y si no podés pagar, te dejan de prestar. Y eso también aplica para un Estado.

Volvamos al principio: si el problema, entonces, por tener prioridades para elegir dentro de las restricciones, es legítimo plantear dentro de las tensiones de lo urgente (la pobreza) y lo importante (mejorar la calidad de vida y liberar la capacidad creativa de las personas para que generen valor), cuáles elecciones pueden derivar en una mejora a lo largo del tiempo que puedan hacer “menos restrictiva” la restricción presupuestaria. Esto es, ¿qué factores pueden dinamizar una economía para hacer que el dinero que se destine a esos fines ayude a generar mayor actividad económica (y por lo tanto más recaudación sin subir impuestos) o mayor capacidad exportadora?

Acá es donde viene bien rescatar algunas teorías sobre el crecimiento económico. A mediados de los '80, el economista Romer introducía las primeras ideas del crecimiento endógeno, basadas en el capital humano y la inversión en investigación y desarrollo. Desde entonces se fue generando cierto consenso respecto al rol de la ciencia base y la aplicada en la capacidad de generar saltos de productividad. Algo que se complementó con los avances tecnológicos de las últimas décadas en informática, telecomunicaciones y biotecnología, donde es posible encontrar casos con países que incubaron verdaderas “máquinas de generar dólares” exportando valor.

Hace unas semanas en una cena, mis dos amigos me explicaban que dejar al sistema científico tecnológico en stand-by no es una opción, porque perdés capital humano que no volvés a recuperar, en el cual ya se invirtió un montón durante años. Hay un incentivo muy grande por el valor hundido en una comunidad, que no puede transferirse a manuales o patentes. Es un knowhow orgánico de grupos de trabajo, redes de colaboradores y circuitos de influencia.

La situación no es fácil, pero este tipo de crisis tienen que servir para que tanto a nivel individual como familiar y, fundamentalmente como sociedad, aprendamos que más allá de los criterios con los que decidamos donde destinar el dinero, siempre estamos eligiendo dentro de los límites que nos plantea la restricción presupuestaria. Esa es la clave del chiste del flan, que cuando lo vemos así, lo convierte en un drama.

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