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El arcaico concepto de independencia del BCRA

La independencia del BCRA no existe, no existió, ni existirá

19 junio de 2018

Por Pablo Mira Docente e investigador de la UBA

La designación de Luis Caputo trazó la línea definitiva entre la retórica y la práctica en relación con la independencia del BCRA respecto del poder político. La plena congruencia política del presidente saliente con el Ejecutivo, podríamos decir, fue condonada a cambio de contar al frente de la política monetaria con un académico saliente con credenciales ganadas en los centros de estudio mainstream de EE.UU. El nuevo nombramiento, sin embargo, desconoció plenamente la recomendación técnica. De cara a las turbulencias cambiarias, se prefirió el control y la coordinación, a la emancipación de objetivos del BCRA. ¿Qué consecuencias puede traer esa decisión en términos macroeconómicos?

Para no crear demasiado suspenso anticiparé que, en la situación económica actual, la pérdida de independencia del BCRA no tiene ningún costo. El problema de la autonomía del BCRA del poder político proviene de la idea antigua y poco aplicable hoy de que el Ejecutivo tiene como único objetivo maximizar la demanda agregada y el BCRA tiene en cambio como misión descollante impedir esta locura, y estabilizar los precios.

Esta sobresimplificación, típica de la profesión cuando se trata de opinar sobre temas que no maneja (en este caso la ciencia política), proviene de un artículo ampliamente citado de 1993 de Alberto Alesina y el ex secretario del Tesoro de EE.UU. Lawrence Summers. Allí se concluye que los bancos centrales independientes son mejores para controlar la inflación que los bancos centrales controlados por políticos. Supuestamente estos economistas están protegidos de las presiones de la política cotidiana y pueden tomar decisiones impopulares y tener una visión de más largo plazo.

Esta es una perspectiva, como mínimo, infantil. Asume, sin mayor justificación, que los políticos son miopes y malintencionados, mientras que los presidentes de los bancos centrales, que conocen el “verdadero” funcionamiento de la economía, destilan honestidad. Pero además, esta literatura asume que los beneficios de actuar por separado para asegurar consistencia con un único objetivo, son mayores que aquellos provenientes de decisiones conjuntas y coordinadas. Uno de los problemas que suele enfrentar esta lógica es que los banqueros centrales no piden independencia, sino sumisión del resto de las políticas a sus objetivos presuntamente esclarecidos. Confirmando esta línea, el gobernador del Banco de Inglaterra dijo en 2017 que no debe confundirse independencia con omnipotencia.

El argumento se vuelve aún más desatinado si hablamos del caso local. En momentos de tensiones cambiarias virulentas, la política monetaria no alcanza para controlar la situación y crear un entorno de tranquilidad a los actores económicos. El premio Nobel Joseph Stiglitz ha sostenido que las economías con bancos centrales independientes no siempre se desempeñan mejor durante las crisis financieras. Las autoridades monetarias no están en condiciones de arreglar todo solas, y en consecuencia asumen cada vez más roles que no le corresponden, como solicitar legislar leyes específicas, o definir el gasto público. Finalmente, el argumento de la independencia luce como una crítica vetusta al sistema democrático, poniendo por encima del sufragio popular a una figura técnica en una institución monopólica con un enorme poder, y que no necesariamente ha recibido el apoyo de ningún votante.

La independencia del BCRA no existe, no existió, ni existirá. La de otros banqueros centrales del mundo, seguramente tampoco. Y desde un punto de vista estrictamente normativo, es muy probable que este estado de cosas esté justificado. Un antiguo y famoso artículo argumentaba en favor de las “reglas” por sobre la “discrecionalidad” a la hora de defender a la independencia de la autoridad monetaria. Pura retórica. Póngase al lector a optar entre “leyes inquebrantables” y “flexibilidad” las decisiones monetarias, y se convencerá de que se puede cambiar de opinión de inmediato a favor de una mayor coordinación de políticas.

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