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El drama sirio

La necesaria transición política está condicionada por gravísimos problemas en un país donde los sunnitas son mayoría y no controlan el poder

Atilio Molteni 17 abril de 2018

Por Atilio Molteni Embajador

En sus inicios, a partir de marzo de 2011, el levantamiento contra el presidente de Siria, Basar Al-Assad, tuvo un sesgo pacífico y se desarrolló en la ciudad de Deraa.

Al-Assad es parte de la minoría alauí, vinculada a los chiítas, que pese a representar el 12% de la población del país, controla el Gobierno.

En sus orígenes, la protesta se inspiró en la Primavera Arabe y sus simpatizantes reclamaban dignidad, libertad y democracia. Un año después, en respuesta a la violencia oficial del Gobierno, el movimiento pacífico devino en una insurrección armada de mayoría sunnita que resultó bastante efectiva. Apelando a la colaboración de fuerzas iraníes y de otros grupos chiítas, así como al Hezbolá libanés y la Federación Rusa, Damasco sólo logró mantener el control de los centros urbanos y el área costera del Mediterráneo. Tras siete años de conflicto, Siria se transformó en el peor desastre geopolítico del mundo, con más de 500.000 muertos, cinco millones y medio de refugiados y un número semejante de desplazados internos.

Esta guerra civil es también un enfrentamiento a través de proxis que detestan al Gobierno y protagonizada mediante la ayuda a distintas milicias de países sunnitas, encabezados por Arabia Saudita, las acciones de Turquía contra de los Curdos sirios y las de Israel en contra del Hezbolá. Por su parte, Estados Unidos y los países miembros de una coalición internacional que se organizó en 2014, atacan a los jihadistas salafistas. Por su preparación militar y agresividad fue capaz de tomar los bastiones de Estado Islámico (EI), la más radical de esas organizaciones. A fines de 2017 dicha coalición pudo retomar la mayor parte del territorio sirio que estaba bajo ese control y eliminó a centenares de terroristas.

Barack Obama era refractario a mantener una posición dominante de su país en Medio Oriente, pero declaró que la utilización de armas químicas constituía una “línea roja”. En agosto de 2013, y como consecuencia de un ataque a Ghouta, cercana a Damasco, el que ocasionó centenares de víctimas, evaluó la posibilidad de responder con una acción punitiva selectiva y limitada. No la llevó adelante al constatar que no contaba con suficiente apoyo interno.

Donald Trump, en ese momento un ciudadano más, aconsejó no atacar a Siria. En lugar de esa opción, Washington aceptó una solución consensuada y gestionada por Moscú, cuyo desarrollo permitió eliminar toneladas de armas químicas, con la colaboración de la Organización Internacional para la Prohibición de las Armas Químicas. Sin embargo, la inacción fue muy criticada por sus aliados regionales.

En septiembre de 2015, la precaria situación de Al-Assad se modificó cuando la Federación Rusa decidió enviar una fuerza expedicionaria de apoyo. Sus acciones militares estuvieron dirigidas a neutralizar a los oponentes moderados del régimen y, en menor medida, a los jihadistas, permitiendo que Damasco recupere la iniciativa y tenga la opción de revertir una situación crítica. A diferencia de Obama, Vladimir Putin se demostró decidido a ejercer su poder sobre la base de presencia militar, consolidando su posición interna y su influencia en Medio Oriente. Actualmente, negocia con Turquía e Irán una eventual solución regional para Siria.

Durante su campaña electoral, Trump anunció que pensaba bombardea al EI, pero que no se involucraría en la guerra civil. Sin embargo, el 4 de abril de 2017 cuando Siria utilizó nuevamente armas químicas, su respuesta fue contundente: ordenó por primera vez el disparo de 59 Tomahawk hacia la base siria de Shyrat. Días después, calificó a

Al-Assad como un “carnicero” y expresó que cualquier hecho equivalente daría lugar a otra acción militar.

En otro desarrollo, el 3 del mes en curso, Trump afirmó que había instruido al Estado Mayor, a retirar los dos mil soldados que se encuentran en el norte y este de Siria lo antes posible, respondiendo a la noción y el interés de no involucrarse en grandes esfuerzos regionales que no tengan seguras contrapartidas. Ante la insistencia del Pentágono, aceptó que el contingente siga en el área unos meses más.

El 7 de abril, esta grave situación volvió a modificarse en términos dramáticos cuando el régimen sirio lanzó un ataque -supuestamente con armas químicas- contra la ciudad de Duma, controlada por grupos opositores, con docenas de muertos y heridos en la población civil. Trump reaccionó en forma instintiva a esa acción, advirtiendo por tweets que preparaba una respuesta militar contra el régimen sirio. Por primera vez fue crítico de Moscú y advirtió al Kremlin que debía prepararse para una acción, en un enfoque orientado a cuestionar la existente colaboración con Al-Assad. Por su parte, Rusia negó que se hubiera realizado un ataque con ese tipo de armas, calificando el mensaje como un “pretexto” estadounidense que debería ser objeto de una investigación “imparcial”. El tratamiento del tema en el seno del Consejo de de la ONU, no permitió alcanzar ningún acuerdo.

Por su parte, el secretario de Defensa, Jim Mattis, afirmó ante el Congreso, el 12 de abril, que una acción punitiva para disuadir a Siria podría expandirse y escalar al nivel de un enfrentamiento mayor con Rusia e Irán.

El 13 de abril, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido lanzaron un ataque coordinado y limitado contra tres centros de investigación, desarrollo y depósito de este tipo de armas, el que tuvo el propósito de demostrar su oposición a lo que consideran una violación flagrante del Derecho Internacional, evitando causar bajas en los efectivos rusos o iraníes. Rusia sostuvo que tal acción tendría consecuencias. Presentó un proyecto de resolución al Consejo de Seguridad que no fue aprobado.

Sin embargo, la mencionada acción no forma parte de una coherente estrategia estadounidense sobre Siria, la que hasta ahora no logró ser plasmada. El Gobierno de Obama intentó ponerse de acuerdo con Putin para terminar la guerra civil, pero dada la multiplicidad de actores estatales y no estatales intervinientes, así como el interés de Moscú en consolidar a Al-Assad y a la cúpula iraní, que busca montar un control terrestre desde su frontera al Mediterráneo. Uno de los problemas centrales irresueltos fue determinar quién tendría el poder. Ello explica porque mientras existe una división en zonas de influencia: en el norte hay un enclave patrocinado por Turquía, los Curdos-sirios ocupan el nordeste y Hezbolá las zonas que bordean el Líbano, el Gobierno sirio se las arregla para dominar un territorio cada vez mayor. En el sudoeste, a Israel y Jordania les preocupa la expansión sobre sus fronteras de “proxies” de Irán.

En Siria, la necesaria transición política está condicionada por gravísimos problemas políticos, económicos y humanitarios agravados por la radicalización de los pobladores, en un país donde los sunnitas son mayoría y no controlan el poder. Además, un proceso de pacificación debería ser consecuencia de un acuerdo internacional muy difícil de lograr, que debería ser respaldado con la presencia de fuerzas multilaterales en Siria.

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