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Los salarios, los precios y las elecciones presidenciales

Más allá de las críticas que irritan a los funcionarios de turno, el problema a resolver no es la guerra de palabras sino la consistencia de un set de políticas que mes tras mes genera más dudas que certidumbre

Héctor Rubini 05 marzo de 2018

Por Héctor Rubini Instituto de Investigación en Ciencias Económicas de la USAL

“Realidad mata relato” es una frase recurrente para evaluar políticos en el Gobierno o en la oposición. Pero también ha de admitirse, usando otra frase hecha, que “la necesidad tiene cara de hereje” y adaptarse a conflictos no totalmente bajo su control, como el de la negociación salarial.

Lo que concentra la atención política durante no menos de un trimestre por año es la negociación salarial. Empresas y Estado tratan de preservar sus ingresos netos (llámese en un caso rentabilidad y, en el otro, resultado fiscal), y los sindicatos los de sus afiliados (salarios e ingresos para las obras sociales). El juego se repite anualmente y puede plantearse de dos formas. Una, “libremercadista” si se quiere, con una negociación sin persuasión ni intervención del Gobierno. Otra, con negociaciones descentralizadas, pero con reglas y condiciones formales o informales impuestas por el Gobierno de turno. La menos costosa (para las autoridades) es la de sugerir un tope al incremento salarial a ser finalmente aprobado por el Ministerio de Trabajo.

Desde los años del kirchnerismo se impuso esta forma de negociación. Las paritarias nunca fueron libres, y el “techo” de los incrementos se trató de ajustar al índice oficial (y nada creíble) de la inflación de esos años. Aun así, se fueron relajando las pautas salariales a partir de 2006-08, mientras se apelaba a atrasar la suba del tipo de cambio y mantener semicongeladas las tarifas públicas. La reaparición de presiones inflacionarias llevó a avanzar hacia el atraso de la suba de precios de alimentos y otros bienes de consumo apelando al control de precios, del comercio interior, del comercio exterior y a la persecución judicial de consultoras que estimaban la inflación de manera alternativa a los del Indec. La inflación oficial se mantuvo bajo control entre 2008 y 2015 usando el dólar y a las tarifas públicas como ancla, a costa del falseamiento de las estadísticas oficiales, la destrucción de la oferta de trigo, lácteos y ganado vacuno, cortes del suministro de gas y electricidad, y no pocos mercados negros (el más grotesco fue, sin dudas, el de divisas).

Ya sin esas anclas, la expectativa a fines de 2015 era la focalización en la liberación de mercados, el sinceramiento del Indec, y un sendero de disciplina monetaria, y sobre todo fiscal. La sustitución de emisión monetaria por endeudamiento no contribuyó a reducir fuertemente las expectativas inflacionarias. Se apostó a estabilizar expectativas con un régimen cambiario de flotación sucia y el uso de una tasa interbancaria a siete días con metas de inflación. La inflación bajó de 40% en 2016 a 24,8% en 2017. Nivel que anticipaba demandas salariales superiores al 20% para 2018, duplicando (al menos) la meta del BCRA. En diciembre se elevó la meta de inflación al 15% y se intentó persuadir a los sindicatos de no exigir subas mayores al 15%. Algo atado ahora a la crucial negociación de los maestros bonaerenses, que sugiere una solución mayoritaria con cláusulas gatillo para no perder frente a la inflación.

El Gobierno trata así de evitar desbordes inflacionarios pues nada le impide ejercer su influencia sobre las convenciones colectivas para desacelerar la inflación evitando el uso de controles de precios. Pero no necesariamente torna imposible una potencial espiral precios-salarios, al menos sin una política fiscal y monetaria menos expansiva.

Otro problema es que al no descender de manera convincente la inflación y al haberse deteriorado la credibilidad en la autoridad monetaria, las expectativas se focalizan en la coherencia (presente y futura) entre las políticas fiscal, monetaria y de ingresos. Si la expectativa de mercado pasa a ser la de una política monetaria cada vez más acomodaticia a un saldo fiscal deficitario, y si el financiamiento de este último es vía endeudamiento externo que presiona a la baja el tipo de cambio, es inevitable percibir a este último como nuevo ancla nominal. Pero si el atraso del dólar frente a la inflación vuelve al centro de la escena, inevitablemente va a ser percibido como insostenible. En ese caso las expectativas de depreciación del peso y de futuras presiones inflacionarias darán lugar a demandas de mayores subas salariales, aún con cláusula gatillo.

Las dudas recrudecieron a partir de la conferencia de prensa del pasado 28 de diciembre. El abandono de la meta original de inflación no se complementó con un programa de mayor disciplina fiscal. Algunos argumentos oficiales en contra de esa alternativa son atendibles, pero no se pueden evitar sus consecuencias: se ha reavivado la percepción de dificultades de control de la demanda agregada, y de incertidumbre de precios relativos, especialmente en los meses de subas de tarifas públicas y de precios de combustibles. La actitud de inversores es de “esperar hasta que aclare”, pero no así la de las centrales gremiales. Algo que obligará, más temprano que tarde, a un serio replanteo de las políticas macroeconómicas.

Más allá de críticas que irritan a los funcionarios de turno, el problema a resolver no es la guerra de palabras con economistas con objeciones a las iniciativas en curso, sino la consistencia (o falta de ella) de un set de políticas que mes tras mes genera más dudas que certidumbre. Y en la medida en que esto no se revierta, las decisiones de inversiones en emprendimientos empresariales se seguirán postergando, complicando la viabilidad de una rápida creación de vacantes laborales, y de un triunfo electoral de la actual administración en los comicios presidenciales de 2019.

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