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Un discutible reflejo de la política exterior

La nepótica designación del nuevo subsecretario de Relaciones Económicas Internacionales demuestra que el país sigue sin entender las virtudes de la meritocracia

28 marzo de 2018

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Ningún canciller ignora que discutir en público problemas laborales es algo que no ayuda a preservar la autoridad. El embajador Jorge Faurie tiene el necesario juego de cintura como para no caer, voluntariamente, en ese campo minado. Pero tal escenario deja de ser manejable cuando la política exterior surge de un consorcio de voces que proveen insumos de distinto valor desde la Casa Rosada, el Ministerio de Producción y el ministerio de Hacienda a un ministerio en el que no siempre resulta claro saber a qué impulsos responden ciertos actores a la hora de trabajar, ejercer el mando y seleccionar los cuadros. No es consuelo oír que las dudas y ajetreos que parece atesorar el Palacio San Martín están lejos de ser un caso aislado de la múltiple y poco ordenada vida del gabinete nacional.

Todo ello puede causar gran desconcierto cuando alguien nacido a la vida profesional desde el pesebre del Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN), y educado con tenacidad para resistir las imponentes turbulencias de una larga y escalonada carrera en la casa, decide comprarse el pleito de respaldar lo que ambientalmente se percibió

como la nepótica designación del nuevo subsecretario de Relaciones Económicas Internacionales (su padre es jefe de asesores del ministro de Finanzas). Las cualidades del precoz candidato (26 años) no pueden deslumbrar a los que conocen las genuinas exigencias del puesto.

Algunos equipararon la aludida designación con el desliz protagonizado por la hija del ex ministro de defensa, Agustín Rossi, catapultada por su padre al Directorio del Banco Nación con similar edad y nivel de experiencia. Y si bien el talento no depende de la edad cronológica, el talento aplicado se asocia a la indispensable experiencia, un activo que se adquiere con el paso de los años y tras sortear con éxito el manejo de numerosas tormentas y gestiones complejas con veraz y sofisticado conocimiento de los temas. Las asuntos que se deciden en la Cancillería casi nunca permiten escuchar en forma directa cómo piensan e interpretan cada texto quienes constituyen la masa crítica de una negociación bilateral, regional o global, por lo que esos trabajos son fruto de una cocina casera que tiene buenos y malos momentos hasta que llega la oportunidad de probar sin muletas, y en el mundo real, quién es uno.

La gente que conoce las tareas de la Subsecretaría también alega que el cargo está muy expuesto a la urgencia de prever riesgos, debatir ideas y traer soluciones útiles y creativas, ya que la función exige apagar diversa tipo de incendios. Por ello demanda la clase de experiencia que se adquiere educando los reflejos gradual y profundamente. Al llegar a este punto, es ocioso recordar que la profesión diplomática es un edificio modular que desde los '60 se viene ensamblando con no pocas dificultades, desvíos y altibajos, por lo que nunca es excesivo el celo que se pone tanto en fomentar la competencia, la dedicación y el constante perfeccionamiento de los miembros del Servicio Exterior de la Nación (SEN), como en condenar los saltos de garrocha políticos de quienes son indiferentes a las reglas.

La misma gimnasia demuestra que es igualmente nocivo para el Estado y para la política, que determinadas agrupaciones sean vistas como selectoras informales o paralelas de talentos escondidos, ya que el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) tiene solvencia para desempeñar esa delicada tarea sin recibir sugerencias o presiones externas. Si los miembros individuales de cualquier fuerza política sienten el llamado vocacional y quieren acceder al SEN, pueden hacerlo por las vías convencionales, sometiéndose al proceso que sigue la generalidad de los aspirantes. El enfoque no supone despreciar la política, sino hacer que el servicio al partido no distorsione el servicio permanente que el Estado debe prestar leal y eficientemente a quien le toca ejercer la función de gobierno.

Nadie espera que el canciller haga otra cosa que asignar las tareas cotejando los requisitos y el perfil necesario para ejercer determinada responsabilidad, entre los candidatos que reúnan los antecedentes y méritos relevantes para cubrir la función. La Cancillería sólo debería aplicar en forma rigurosa la Ley del Servicio Exterior y hacer tangibles los premios y castigos de la legalidad vigente. La experiencia demuestra que los desplazados de la política que suelen recalar en la Cancillería para desempeñar el triste papel de dispendiosos becarios de la diplomacia, sólo desplazan a la gente que se preparó, quiere y pretende trabajar orgánicamente en esa actividad.

En tal escenario se convierte en herejía recibir a enviados de la política que desentonan a ojos vista con la impresionante calidad histórica de la tarea que desarrollaron embajadores de la talla de Leopoldo Tettamanti, José Figueredo Antequeda, Jesús Sabra, Jorge Hugo Herrera Vegas, Néstor Stancanelli, Alfredo Chiaradía. Guillermo González, Juan Carlos Sánchez Arnau, Eduardo Sadous y tantos otros colegas que honraron, cada uno con su bagaje, estilo y personalidad, a la diplomacia profesional. Nadie tiene el derecho ético de bajar esos parámetros y nadie debería intentarlo.

Sería una lástima que el país siga sin entender estos hechos y las virtudes de la meritocracia. Sería un pecado que el Gobierno desaproveche a gente realmente experta y eficaz. Sería un enorme lucro cesante que se deje marchitar este valioso patrimonio de Estado, una senda tóxica que emprendió el kirchnerismo y nunca fue revertida con tangible energía.

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