“Hay un nuevo FMI”, suele decir Christine Lagarde. Si se quiere, más progresista. Más preocupado por “el crecimiento inclusivo”, el mantra de los últimos años, y demás temas que eran tabú en los '90 cuando el único eje rector era el ajuste estructural.
Y no es para menos. La Gran Recesión iniciada en 2008 disparó la desigualdad y, más allá del PIB, el terreno perdido desde entonces en variables más sensibles, como el empleo y el salario real, no se ha recuperado, generando insatisfacción en amplias franjas de la población. Algo que se suma a algunos efectos negativos generados por la globalización, sobre todo en las economías maduras.
Ante eso, el FMI pide que el crecimiento, que se está fortaleciendo, derrame aguas abajo. Aunque, por cierto, no detalla en demasía qué instrumental deben utilizar los policy makers. “Debemos reparar el techo mientras brilla el sol”, dijo ayer Lagarde en un comunicado. Una muy buena metáfora, por cierto.
Avanzar hacia allí, dijo, implica evitar el proteccionismo y alentar el librecomercio, estimular la productividad, invertir en infraestructura, fortalecer las cuentas públicas y evitar excesos en el leverage financiero (tanto del Estado como de los privados). Ciertamente, una agenda en línea con la que tiene Cambiemos. Quizás eso explique las buenas migas entre el FMI y el Gobierno. Aun así, muy generalista.
Por eso, algunas voces (por caso, Dani Rodrik) piden que los gobiernos vayan un poco más allá y hagan algo de populismo económico. Contrario a lo que se cree, quizás esa sea la mejor manera de cerrarle las puertas a un populismo político que se nutre de ese descontento general que tarde en disiparse con la mera mano invisible del mercado y que, a la corta o a la larga, es peor para la economía. A veces, el mal menor es lo mejor.
