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El déficit externo: el optimismo y las enseñanzas de la Historia

En los nueve primeros meses, el déficit en cuenta corriente ya superó los US$ 22.000 M, más que duplicando el del mismo período de 2016

28 diciembre de 2017

Por Francisco Eggers Profesor de Finanzas Públicas de la UNLP

En los '90, el FMI respaldó la Convertibilidad, no sólo con apoyo crediticio, sino también asegurándole al mundo que las políticas eran sustentables. Parece difícil que economistas prestigiosos como los del FMI no advirtieran que la situación a la que se llegó, con tipo de cambio atrasado y déficits gemelos ?fiscal y externo? financiados con deuda externa,  era muy riesgosa para un país como Argentina. Posiblemente las cuestiones políticas predominaron por sobre el análisis puramente técnico.

Parece que está pasando nuevamente. En octubre de 2017, el FMI pronosticó que el déficit de cuenta corriente del balance de pagos de Argentina sería de US$ 22.000 millones en 2017, equivalente a 3,6% del PIB, y que aumentaría levemente -sin inconvenientes para financiarlo- hasta, al menos, el 2022, cuando llegaría a 4,3% del PIB. El déficit público seguiría en niveles elevados (promedio: 5% del PIB), financiado con deuda, pero la deuda pública en relación al PIB se reduciría. ¿Cómo sería posible? La proyección asume que desde 2016 a 2022 la deuda crecería 52% y el PBI real 18% pero, gracias al creciente atraso cambiario, el PIB en dólares corrientes aumentaría 60%, es decir, más que la deuda. ¡Lo que logra la apariencia de sustentabilidad es el retraso cambiario! El mensaje es que podemos seguir como venimos, al menos durante varios años más.

Para sostener ese mensaje, el FMI usa supuestos sorprendentes: por ejemplo, que en un contexto de apertura económica, creciente retraso cambiario y aumento de la demanda interna, las importaciones disminuirán en relación al PIB.

No es de extrañar, entonces, que para la misión del artículo IV del FMI, la eliminación de los controles cambiarios, la modernización de la política monetaria, el regreso a los mercados internacionales de capitales y el realineamiento de las tarifas han corregido los desequilibrios macroeconómicos más urgentes. Que, aparentemente, no son ni el déficit fiscal ni el externo. Estos déficits implicarían alguna vulnerabilidad, pero que será reducida gracias a las reformas propuestas por el Gobierno.

El balance de pagos publicado recientemente por el Indec, en contraste con las predicciones del FMI, muestra que las importaciones y el déficit externo crecen, y mucho. En los 9 primeros meses de 2017 el déficit en cuenta corriente ya superó los US$ 22.000 millones, más que duplicando el déficit del mismo período de 2016. Y la tendencia es creciente: en el primer trimestre el déficit fue 46% superior al del mismo período de 2016; en el segundo trimestre, 143% y en el tercero, 200%.

Para completar el 2017, falta la información del último trimestre. Pero sabemos que, desde 2010, el déficit del cuarto trimestre ha sido siempre mayor que el del tercero. Y los datos que se conocen de cuenta corriente cambiaria y balanza comercial de octubre y noviembre garantizan un cuarto trimestre con mayor déficit que el tercero, que ya era preocupante.

Aún si el saldo del cuarto trimestre fuera similar al del tercero (lo que sería una hipótesis conservadora), la cuenta corriente del balance de pagos de 2017 registraría un déficit del orden de los US$ 31.000 millones, alrededor del 5% del PIB, es decir, muy superior a lo pronosticado por los técnicos del FMI hace apenas unas semanas.

En los '90, el FMI respaldó la Convertibilidad, no sólo con apoyo crediticio, sino también asegurándole al mundo que las políticas eran sustentables. Parece difícil que economistas prestigiosos como los del FMI no advirtieran que la situación a la que se llegó era muy riesgosa para un país como Argentina

Este déficit creciente se debe al aumento de importaciones de bienes y servicios (incluido turismo) y de la “renta de la inversión”: intereses de la deuda externa y utilidades de empresas extranjeras en Argentina. La contrapartida es que la deuda externa crece más de US$ 30.000 millones por año, preanunciando más déficit externo en el futuro para pagar sus intereses.

Un déficit en cuenta corriente de esta magnitud podría revertirse sin consecuencias traumáticas si tuviera como contrapartida un flujo de inversiones que aumentara la competitividad de las exportaciones y las hiciera crecer aceleradamente. No es lo que está ocurriendo: el balance cambiario muestra un escaso ingreso de divisas para inversión directa extranjera, que en 2016 y 2017 ha sido similar al promedio 2008-2015. Y las exportaciones de 2017 fueron apenas mayores a las de 2015 y 2016.

La historia reciente nos enseña que en nuestro país el déficit externo se reduce o revierte ?en ausencia de un gran salto exportador, que por ahora no se visualiza? a partir de una recesión, frecuentemente acompañada por devaluación. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en 1985, 1988-90, 1995, 1999-2002, 2009, 2012, 2014, 2016. Nada parece indicar que ahora va a ser diferente.

¿Por qué el FMI no utiliza supuestos más consistentes, como que el déficit externo se corregirá a partir de una depreciación significativa del peso? Sería posible sin un cambio de régimen, ya que el tipo de cambio, a diferencia de la época de la Convertibilidad, no es fijo.

El balance de pagos publicado recientemente por el Indec, en contraste con las predicciones del FMI, muestra que las importaciones y el déficit externo crecen, y mucho

Pero, como la deuda pública está en su mayor parte (y cada vez en mayor proporción) en moneda extranjera, una devaluación en lo inmediato empeoraría las cuentas fiscales, lo que podría espantar a los inversores. El gasto aumentaría (al encarecerse los intereses) y subiría la relación entre deuda pública y PIB. Esta relación es el indicador más utilizado, a pesar de que resultó engañoso en la Convertibilidad: en el 2000 la deuda pública del Gobierno era equivalente al 46% del PIB, lo que se consideraba manejable. Dos años más tarde, era el triple: la deuda se había vuelto impagable.

Y el gran tema es, como en la Convertibilidad, no espantar a los inversores. Al igual que en un esquema Ponzi, es la confianza lo que asegura la ausencia de turbulencias. Si faltara la confianza, podría faltar el financiamiento, y debería emprenderse un camino, casi inevitablemente traumático, de corrección de los desequilibrios macroeconómicos. La falta de acceso a los mercados de capitales no era un desequilibrio en sí: sólo nos privaba de un instrumento para financiar los déficits. Ahora tenemos los instrumentos que para la misión del FMI “han corregido los desequilibrios macroeconómicos más urgentes” y los déficits fiscal y externo son mayores que en 2015. Y no sólo eso: la inflación de 2017 fue similar a la que había a noviembre de 2015, y el nivel de actividad económica también es similar al de ese momento.

La apuesta es que los desequilibrios se puedan corregir gradualmente, para evitar situaciones traumáticas a corto plazo y, mientras tanto, la confianza no falte. Pero para que haya confianza sustentable hay que decir la verdad. Por ejemplo, proclamar que el cambio de la fórmula de movilidad previsional se hace para favorecer a los jubilados no es el camino. Si se dijera que se hace para disminuir el déficit público porque en su magnitud actual es insostenible a mediano plazo sería más complicado porque obligaría a plantear quiénes pueden y deben afrontar los costos de los ajustes, pero es muy difícil que la reducción de los déficits gemelos no sea complicada. Con proyecciones como las del FMI parece que se gana tiempo, pero posiblemente ?al igual que en la Convertibilidad? se pierde tiempo al no sincerar la situación.

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