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Las trampas de la devaluación fiscal

Si no se quiere tocar el tipo de cambio para mejorar la competitividad de la economía, una respuesta podría ser la devaluación fiscal. O no

04 abril de 2017

Estamos demasiado acostumbrados a escuchar el argumento de que todos nuestros dilemas económicos se deben a la actitud dispendiosa de nuestros representantes políticos para mantenerse en el poder. Para muchos será un argumento cómodo, pero para mi gusto es demasiado simplista para ser verdadero.

La idea de que un déficit fiscal profundo puede ser un problema tiene a veces un asidero real. Consideremos por ejemplo una economía con una deuda muy elevada en términos de su capacidad de pago. Tarde o temprano (déjenme prescindir de la magia de la emisión monetaria infinita para financiar el gasto público), el Estado defaulteará y enfrentará severas restricciones para cumplir con sus cometidos sociales. Por supuesto, Argentina está hoy lejos de vivir esta situación extrema.

Un argumento algo más sutil refiere a la relación entre déficit fiscal y tipo de cambio real. En un esquema de tipo de cambio libre como el actual, las expectativas de apreciación real futura, la entrada de capitales y una tasa de interés en pesos alta propician una fortaleza del peso que atenta contra la competitividad externa de nuestros productos industriales y servicios. ¿Cómo hacer, entonces, para lograr una devaluación sin “intervenir” directamente en el mercado de cambios?

La respuesta es la devaluación fiscal, es decir, una corrección decidida del déficit fiscal para mejorar la competitividad. El ajuste fiscal tendría dos efectos. Por un lado, podría inducir una baja de las tasas de interés y, por lo tanto, un acceso de las firmas a un financiamiento más barato. Indirectamente, la mejora fiscal podría dar lugar además a una menor presión impositiva que mejorara aún más la competitividad. El reordenamiento de las cuentas públicas también significaría mejorar las perspectivas de sustentabilidad, que si bien hoy lucen robustas, podrían empeorar rápidamente en los próximos años si seguimos al ritmo actual. La sustentabilidad aseguraría evitar saltos impropios en el tipo de cambio que desorganicen la actividad productiva.

El resultado idílico de la devaluación fiscal, sin embargo, no es tan fácil de alcanzar en la práctica. Los países de la periferia europea intentaron, tras la crisis continental posterior a 2009, mejorar su competitividad por la vía de un ajuste del gasto. El resultado fue doblemente decepcionante. La contracción de la demanda pública indujo una recesión duradera con elevados costos sociales, y la resultante caída de la recaudación implicó que el ajuste neto fuera siempre insuficiente, dando lugar a nuevas rondas de ajuste.

La otra decepción fue cambiaria: atados al euro, los países periféricos no podían devaluar nominalmente su moneda, lo que los dejaba con dos alternativas dificultosas: reducir la presión impositiva o la deflación de precios. La primera no funcionó porque las cuentas públicas no pudieron ser corregidas. La segunda resultó insuficiente, siendo que las deflaciones son mucho más difíciles de lograr que las inflaciones. El resultado fue que, en la práctica, la competitividad casi no varió, la cuenta corriente de los países periféricos no mejoró, y hoy la situación es la misma que antes. Efectivamente, la Europa periférica exporta hoy día exactamente lo mismo que justo antes de la crisis de 2009, pero habiendo sufrido una innecesaria ruda recesión en el medio.

Si esto ocurrió en el continente europeo, donde los lazos comerciales y políticos son fortísimos, no cuesta demasiado imaginar la complejidad de que una estrategia de devaluación fiscal funcione efectivamente en Argentina.

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