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El juego de la copa

20 febrero de 2017

por Ruben Manasés Achdjian (*)

En nuestro país, la discusión acerca del reparto de los ingresos fiscales entre los diferentes niveles de gobierno es una cuestión que viene desde muy lejos en el tiempo. Desde mucho antes, incluso, de que existieran la Nación y las provincias.

Un poco de Historia

En la administración fiscal del virreinato, a fines del Siglo XVIII, ya existían los “situados”, que eran transferencias monetarias que se realizaban desde una tesorería central hacia otras tesorerías ubicadas en ciudades más pequeñas o más pobres, para que afrontaran los gastos que no lograban cubrir con sus propias recaudaciones. Un ejemplo: al menos desde 1690 y hasta 1810, la Caja Real de Buenos Aires recibió situados procedentes de Lima y Potosí que, por momentos, solventaron más de las 2/3 partes de los gastos locales.

En el período que siguió a la Revolución de Mayo y durante las guerras de la independencia, nuestros primeros gobiernos mantuvieron esta modalidad de asistencia financiera creada por la Real Hacienda española.

En la etapa de la organización constitucional del país, la disputa entre Buenos Aires y las restantes provincias por el reparto de las rentas aduaneras porteñas fue el principal conflicto político. Los constituyentes de 1853 lograron, en parte, allanar esta histórica disputa al fijar un principio de “separación de fuentes”, que les otorgaba a las provincias facultades tributarias propias y exclusivas y al Estado nacional el derecho de legislar y recaudar los impuestos aduaneros y las rentas del correo.

Como consecuencia de las crisis fiscales ocurridas hacia fines del Siglo XIX y durante todo el Siglo XX, la forma de distribuir los impuestos entre la Nación y las provincias fue una cuestión que, paulatinamente, ocupó un lugar privilegiado de la agenda política argentina. Y en este punto nos encontramos en la actualidad. Como vemos, esta discusión no es nueva, pero sí recurrente: una y otra vez volvemos sobre los mismos pasos con el riesgo de repetir los errores del pasado.

El presente Hoy, en el país de Cambiemos, el ministro Frigerio está empeñado en obtener un rotundo triunfo político allí donde muchos fracasaron antes. En el 2018, la actual ley de coparticipación habrá de cumplir treinta años, un “número redondo”. Tal vez sea por ello que el Gobierno eligió el próximo año como deadline para sancionar una nueva ley de coparticipación. Los veinte años de demora en sancionarla ?recordemos que la reforma constitucional de 1994 ordenó que ello ocurriera antes de finalizado 1996? suelen imputarse a la imposibilidad de lograr el consenso absoluto que el régimen, en apariencia, reclama.

Los detalles

Precisamente, la regla de la unanimidad sigue siendo el nudo gordiano del problema: hasta el momento, cuando la Nación y las provincias hablan de “ley convenio” dan por supuesto que la entrada en vigor de la nueva ley requiere de la expresa adhesión de cada una de las provincias. En estos términos, toda negociación terminaría en punto muerto, porque la posibilidad de alcanzar un consenso absoluto disminuye cuantos más actores estén implicados en la discusión.

Sin embargo, si los actores expresan una voluntad inicial cooperativa, la interpretación de la regla puede ser más flexible que lo que parece. De hecho, existen muchos antecedentes legales e históricos que comprueban que la unanimidad no es condición necesaria e inevitable de una nueva Ley de Coparticipación.

La Ley 12.956 de 1947 es el ancestro más remoto del régimen vigente en la actualidad. Si bien existieron normas anteriores referidas al reparto federal de la recaudación impositiva ?las leyes de 1934-1935 sobre unificación de impuestos internos, creación del impuesto a las ventas y prórroga del impuesto a los réditos? la Ley 12.956 fue la primera en sentar las bases de lo que hoy denominamos masa coparticipable, distribución primaria y secundaria y coparticipación municipal. La norma pudo sancionarse sin mayores sobresaltos debido al amplio triunfo electoral obtenido por Perón en 1946. El peronismo asumió el Gobierno en 10 de las 14 provincias existentes y, a la par, consolidó una amplia mayoría legislativa que sancionó, entre muchas, esta ley de reparto. Por cierto ?y este es el dato? la Ley 12.956 no requería, para su funcionamiento, de ratificación ni de mecanismo alguno de adhesión por parte de los gobiernos provinciales.

En 1959, cuando gobernaba Arturo Frondizi, se sancionó la Ley 14.788 que modificó la norma del. Peronismo. Esta nueva ley establecía una disminución anual y paulatina del porcentual asignado a la Nación en el reparto mientras incrementaba la percepción de las provincias. El objetivo de Frondizi era ampliar, por medio de la cesión de recursos financieros, los estrechos márgenes de gobernabilidad en los que se desarrolló todo su gobierno y, al mismo tiempo, establecer un mecanismo de reparto que subsistiera a la culminación de su mandato. En el caso de esta norma, al igual que la Ley 12.756, tampoco se requirió el consenso ni la adhesión de las provincias.

La situación permaneció invariable hasta 1973. El 21 de marzo de ese año ?diez días después del triunfo electoral del peronismo? el Gobierno de facto del general Lanusse sancionó la Ley 20.221. El objetivo del doctor Arturo Mor Roig ?ministro del Interior e ideólogo de la norma? era construir un sistema de reparto racional y sustentable en términos financieros antes de que asumiera el Gobierno de Héctor J. Cámpora. A diferencia de las dos anteriores, el texto de la ley fijó por primera vez el concepto de Ley Convenio, aunque entendiéndolo como mera adhesión. Las provincias debían adherir sin limitaciones ni reservas al régimen previsto o autoexcluirse del reparto. En el caso de la Ley 20.221, la falta de unanimidad no impedía que el sistema de coparticipación se pusiera en funcionamiento.

Quince años más tarde, en la etapa final del Gobierno de Raúl Alfonsín, se sancionó la actual Ley 23.548. Luego de su triunfo en las elecciones legislativas de septiembre de 1987, el peronismo logró una mayoría suficiente en ambas cámaras como para sancionar la ley vigente. La norma adoptó criterios muy similares a los de la ley Lanusse, aunque utilizó los coeficientes de distribución ya previstos en el convenio transitorio que habían firmado la Nación y las provincias en 1986.

Esta ley tampoco exigía la unanimidad como condición necesaria del reparto. Más aún: si bien fijaba el requisito de la adhesión formalizada por medio de leyes provinciales, establecía premios y castigos según se tratara de provincias que adhirieran, rechazaran o demoraran su incorporación al régimen.

El artículo 16º del texto original de la ley establecía: “El derecho a participar en el producido de los impuestos a que se refiere la presente Ley queda supeditado a la adhesión expresa de cada una de las provincias, la que será comunicada al Poder Ejecutivo Nacional por conducto del Ministerio del Interior y con conocimiento del Ministerio de Economía. (?) Si transcurridos 180 días a partir de la promulgación de la presente ley, alguna provincia no hubiera comunicado su adhesión, se considerará que la misma no ha adherido al régimen y los fondos que le hubieran correspondido -incluidos los que deberá reintegrar por dicho período y que le hubieran sido remitidos a cuenta de su adhesión-, serán distribuidos entre las provincias adheridas en forma proporcional a sus respectivos coeficientes de participación”.

La Constitución vigente introdujo de manera expresa la coparticipación, sin mayores referencias a la cuestión de la unanimidad. Sólo se limita a señalar que una futura ley tendrá por base los acuerdos que logren la Nación y las provincias, que deberá ser aprobada por las provincias y que no podrá ser reglamentada ni modificada unilateralmente.

De modo que, en resumidas cuentas, podemos sostener dos argumentos centrales vinculados al problema que aquí se analiza: (I) que a lo largo de la historia no ha habido una sola manera de interpretar los conceptos de ley convenio y de regla de la unanimidad y (II) que la interpretación de ambos conceptos no es inflexible ni invariable a lo largo del tiempo, sino que estuvo siempre sujeta a condiciones coyunturales precisas que pueden o no ser asimilables a los de la actual coyuntura.

¿Sale o no sale?

La reciente reunión que mantuvieron los ministros Rogelio Frigerio, Nicolás Dujovne y Luis Caputo con los representantes provinciales giró en torno a la responsabilidad fiscal y a la necesidad de dotar de márgenes de prudencia a las políticas de endeudamiento provincial. Son temas, sin dudas, importantes aunque algo inoportunos para romper el hielo de una negociación que promete ser intensa. Del mismo modo, tampoco es un buen tema inicial hablar de recursos contantes y sonantes, aunque sea el eje convocante de muchas provincias.

Un buen punto de inicio sería discutir y flexibilizar los alcances de la “regla de la unanimidad” para construir mecanismos amplios de acuerdo sin la pretensión de lograr consensos absolutos. Las negociaciones deberían comenzar por un acuerdo general entre los actores para que el juego se desarrolle con normalidad hasta alcanzar un resultado cierto dentro de un horizonte de tiempo igualmente cierto.

Si los actores acuerdan en que ninguno posee la atribución absoluta de patear el tablero ?y que quien lo hiciere recibirá las penalidades que le impongan los restantes? las demás variables a negociar (cómo se compone la masa coparticipable y cómo se construirán los coeficientes vinculados con la distribución primaria y secundaria del nuevo régimen) habrán de encontrar, más temprano que tarde, una solución adecuada.

Posiblemente esa solución no sea la ideal, o la que satisfaga las aspiraciones de máxima de todos los jugadores, pero sí será una solución pragmática y sustentable bajo las actuales condiciones de coyuntura.

(*) Politólogo

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