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El empleo: un juego de números que no es diversión

21 febrero de 2017

por Javier Lindenboim (*)

Con enorme buena voluntad, el conjunto de los argentinos espera conocer cifras completas y confiables sobre el tamaño y composición de su fuerza laboral. Sabemos de la dificultad de recomponer el sistema estadístico por lo que aún confiamos en contar con tal información en breve, por ejemplo, antes de que se inicie la próxima disputa electoral.

Entre tanto podemos hacer algunos intentos con las limitadas fuentes disponibles. Una de ellas es la relativa a la cantidad de aportantes al sistema previsional (sean asalariados o no). Esos datos originales de la AFIP son procesados por el Ministerio de Trabajo desde hace ya varios años, en particular cuando ese Ministerio declinó el uso de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) debido al cúmulo de incongruencias que esa fuente acaparaba. De allí que los informes de la cartera laboral, crecientemente en el último quinquenio, se asentaron en los datos de aportantes al Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA).

En 2016, tales datos empezaron a ser difundidos mensualmente. Al momento de escribir estas líneas la última información disponible corresponde a noviembre de 2016 (ver tabla).

En cifras redondas, casi diez millones de asalariados y más de dos millones de no asalariados. Pero esta fuente, por definición, sólo nos proporciona información sobre el empleo registrado (habitualmente llamado “en blanco”). Históricamente, la EPH permitía establecer la relación entre asalariados cubiertos por las normas legales y los que no lo estaban. Estos últimos ?según los datos proporcionados por Indec, tanto en 2015 como en 2016? eran uno de cada tres asalariados.

Considerando que hoy en Argentina viven alrededor de 43 millones de habitantes, las proporciones de activos y de ocupados se traducen en unos 20 millones de activos de los cuales algo más de 18 millones estarían ocupados.

En las últimas dos décadas, la proporción de asalariados dentro del total de ocupados estuvo en torno al 75%. De ese modo, a los 9,7 millones de asalariados registrados (privados, públicos y de casas particulares) habría que agregar unos cuatro millones de dependientes que no estarían registrados.

Por su parte, a los autónomos y monotributistas registrados (2,3 millones) habría que agregar una cuantía similar para alcanzar los aproximadamente 4,5 millones de no asalariados que integrarían la fuerza de trabajo.

Estas estimaciones son muy preliminares pues hace falta realizar varios ajustes. Por ejemplo, los trabajadores registrados pueden estarlo en más de una categoría pero se los incluye sólo en una (sólo, como ejemplo, un médico que trabaja en un hospital público se computa como asalariado aunque a su vez se puede desempeñar de manera autónoma en su consultorio). Lo mismo puede ocurrir con otras categorías de manera que las cifras tienen una validez limitada por los criterios de compilación que se han utilizado.

Pero si partimos de estas pocas informaciones podemos sacar algunas conclusiones de manera provisoria.

El análisis

Ante todo se aprecia que habría dos aportantes al sistema previsional por cada persona que se mantiene al margen, con independencia de su categoría ocupacional. Esto surge de la existencia de 12 millones de aportantes sobre 18 millones de ocupados. Es cierto que no todos los aportantes lo hacen sistemáticamente pues puede haber “entradas” y “salidas” significativas. Pero de los 11 millones con que comienza la serie del MTEySS (en enero de 2012) se llegó muy lentamente a 12 millones hacia fines de 2015. El año último, luego de una caída pronunciada, se volvió a esa cifra de 12 millones nuevamente.

Cuatro millones de asalariados están en relaciones laborales ilegales en lo normativo y perjudiciales en lo social, ya que el trabajo en negro es nocivo no sólo para la persona que lo experimenta sino para la sociedad que lo tolera/permite. Es de esperar que con la recomposición de las estadísticas públicas, en plazos que han de ser lo más breves posibles, deberíamos poder precisar cuántos trabajadores están protegidos por las leyes vigentes y cuántos deben ser objeto de políticas y prácticas de institucionalización en cada sector de actividad económica.

Y vaya una advertencia: cualquier esfuerzo de la sociedad en dirección de legalizar las relaciones laborales debe actuar en primer lugar controlando a los empleadores que contratan en negro, pero también debe hacerlo vigilando y combatiendo la inclinación social (“por abajo”) a aceptar y/o justificar esas prácticas. Esto se dice poco, y debemos asumirlo como un principio de comportamiento social y como muralla contra las malas prácticas empresarias. Sólo así podrá materializarse aquella publicidad oficial que decía “tudo bem, tudo legal”.

La tarea no es sencilla. Después del fuerte decrecimiento del empleo precario -del orden de unos diez puntos porcentuales-, hace casi una década que los valores oscilan en las cercanías del 35%. La caída se produjo con la recuperación económica que siguió a la gran devaluación de enero de 2002 y se extendió hasta por lo menos 2007. De allí en más primero un período de estancamiento y luego de declinación de las condiciones de demanda de fuerza laboral fueron factores que dificultaron la continuidad de tal mejoramiento de la calidad del empleo asalariado.

En los años recientes no hay certeza de cual fue el proceso específicamente, pero el estancamiento de la demanda de trabajo asalariado (en 2012, 2014 y 2016 hubo merma del empleo asalariado registrado) no puede haber sido favorable para tal fin.

De tal manera, sin una importante recuperación económica es difícil imaginar un comportamiento beneficioso para el sector laboral. Tanto el trabajo en relación de dependencia (protegido o precario) como las restantes ocupaciones dependen de la dinámica productiva. Su carencia resiente aún más la demanda interna, que es una palanca importante del crecimiento.

(*) Director del CEPED de la UBA e investigador del Conicet

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