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La corrupción y el crecimiento económico

17 enero de 2017

Por Pablo Mira (*)

La consternación pública por la corrupción en Argentina cumple ya 30 años ininterrumpidos. Analistas de todas las extracciones políticas y profesionales desfilan por los medios para mostrar cada quien una mayor indignación, y la mayoría asegura que el país no logrará desarrollarse hasta que este flagelo sea derrotado.

A primera vista, esto es puro sentido común. Los países más pobres son los que sufren una mayor corrupción entre sus funcionarios (o al menos esta es la percepción). Sin embargo, como siempre ocurre cuando se afina el análisis, no debemos confundir correlación con causalidad. Quizás estos países no pudieron desarrollarse porque sus gobernantes son corruptos, o quizás una economía pobre sólo se puede permitir tener como gobierno a los más deshonestos.

Un informe bastante completo de la OCDE corrobora la dificultad de identificar el sentido causal de esta relación, y concluye que ambas variables tienden a reforzarse una con otra. Esto sugiere que las economías poco desarrolladas experimentan un círculo vicioso del cual les es muy difícil salir. Aun así, la mayoría de los expertos resalta que la corrupción debe ser muy tenida en cuenta, no tanto por sus propios deméritos, sino porque suele ser un reflejo de la debilidad de las instituciones del país.

Si bien la relación entre corrupción y nivel de ingreso es indudable, el mismo informe destaca la dificultad de concluir respecto de la relación entre corrupción y crecimiento. Más allá de las complejidades estadísticas para medir la relación, parte de la explicación puede ser que la teoría reconoce que la corrupción no solo tiene efectos negativos.

Por ejemplo, cuando las regulaciones gubernamentales impiden llevar adelante políticas o negocios favorables al crecimiento, un poco de corrupción puede contribuir a “aceitar” el funcionamiento económico. Este efecto positivo no debe ser minimizado. Los vínculos cercanos y éticamente dudosos entre los funcionarios y los líderes industriales de algunos países del sudeste asiático pueden haber contribuido decisivamente a coordinar una estrategia de desarrollo a la postre muy exitosa.

Hace un par de años, el economista y blogger Tyler Cowen se preguntaba si en Bolivia la corrupción estaba en alza. Su percepción era que un contexto de crecimiento sesga la percepción de corrupción a la suba, en parte porque el boom en actividades de infraestructura y construcción otorgan mayores oportunidades para transgredir la ley (contratos por altos montos, facilidad para falsear gastos, ajustes de precios dudosos en contextos inflacionarios, etcétera).

Pero a no entusiasmarse, porque la corrupción trae consecuencias negativas de todo tipo. Pocas empresas, especialmente las extranjeras, están dispuestas a arriesgar su capital en un entorno de corrupción generalizada. La corrupción alimenta además la economía informal y reduce la capacidad del Estado de financiarse y de llevar adelante políticas que favorezcan el desarrollo o alivien la pobreza. Además, la corrupción no se limita a las actividades de los funcionarios públicos: existen múltiples formas en que la libertad económica sin límites promueve actividades delictivas también en el sector privado.

Lo que no debe escapar a nadie a la hora de evaluar la relación entre corrupción y crecimiento es que aun cuando se considere ganada la batalla contra la deshonestidad, no debe esperarse como consecuencia una explosión de crecimiento inmediato. Los cambios institucionales, incluyendo la corrupción, son sólo una de las condiciones del desarrollo, y su direccionalidad, especificación y efectividad están lejos de ser evidentes.

(*) Economista

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