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Un poco de perspectiva en los premios Nobel

Los recientes ganadores de la edición 2016 sostienen que un contrato no constituye una “imperfección de mercado” sino una regulación necesaria.

18 octubre de 2016

por Pablo Mira (*)

El Premio Nobel de Economía suele generar polémica. Puede que el descontento nazca del hecho conocido de que este premio, en realidad, es un invento. En 1968, el Banco de Suecia decidió entregar un galardón a las “ciencias económicas” en memoria de Alfred Nobel, y muchos juzgan esta distinción como falsa y oportunista, creada por los propios economistas para autocongraciarse y demostrar que la economía es una ciencia más.

Otras críticas apuntan a los receptores de los premios. Desde 1969, cuando recibió el premio Paul Samuelson, de 76 laureados, 28 están afiliados a la Universidad de Chicago (el 37%), el centro mundial académico que más defiende y difunde los beneficios de libre mercado. Uno de sus exponentes principales (y también Premio Nobel) fue Milton Friedman, abanderado de la defensa del funcionamiento libre de la economía y de la reducción máxima de la participación del Estado en la economía.

La diversidad tampoco ha sido el fuerte de los premios: de todos los ganadores, 80% son de Estados Unidos (por nacimiento, o bien naturalizados), y sólo el 7% proviene de fuera de América del Norte o Europa Occidental. Además, una sola mujer (Elinor Ostrom) ganó el premio en 2009, y lo compartió con un hombre.

Muchas de estas críticas son reales y deben tenerse en cuenta, ¿pero qué sucede si buscamos en el Nobel en economía alguna perspectiva positiva para sacarle jugo? Uno podría distinguir entre dos grandes grupos de premios: los galardones orientados hacia los economistas y los galardones destinados al gran público.

El primer grupo está constituido por aquellos premios a quienes abren nuevas áreas de investigación. Se trata de un Nobel que premia la capacidad de expandir el alcance del análisis y relacionarlo con otras disciplinas. Con este criterio se otorgaron los premios de 2012 (Roth y Shapley por diseño de mecanismos), 2009 (Ostrom y Williamson por bienes públicos) y 2003 (Engle y Granger por econometría). Estos son premios al que le sacan el jugo mucho más los economistas que el público en general. Algunos de estos galardones se otorgan a ideas completamente nuevas, algo que pasa casi siempre en el otro gran premio de los economistas: John Bates Clark Medal, otorgada al mejor economista joven de Estados Unidos.

El otro grupo, el de los premios “divulgativos”, deben entenderse como una invitación al debate. En las ciencias duras, se premian los descubrimientos, pero recordemos que también hay un premio de literatura, que no señaliza una novedad necesariamente, sino que simplemente nos dice que sería bueno que leyéramos a esa autora. El Nobel de economía a veces tiene esa lógica, sobre todo cuando entrega premios a economistas cuyas ideas son contrapuestas (que son los que crean mayor polémica). El mensaje es que es importante que el público se meta en el debate. En 1974, por ejemplo, ganaron Myrdal (a favor de la planificación para desarrollarse) y Hayek (en contra). En 2002, el premio lo compartieron Kahnemann (contra la racionalidad del homo economicus) y Vernon Smith (que cree que a la larga somos racionales). El más reciente fue el que dividieron Fama (a favor de la libertad de los mercados financieros) y Shiller (en contra).

Los ganadores de 2016 fueron Oliver Hart (inglés) y Bengt Holmström (finlandés) por desarrollar la teoría de contratos. Los autores reconocen que un contrato no constituye una “imperfección de mercado” sino una regulación necesaria para un mejor funcionamiento económico. Contribuyeron a pensar en el problema de dueño-ejecutivo, un concepto usado en varias ramas de la economía. El problema es que ambos tienen objetivos distintos. El dueño quiere maximizar ganancias en el largo plazo, y el ejecutivo quiere maximizar su salario y las ganancias de la firma sólo mientras él está (corto plazo). Los premiados diseñaron contratos para tratar de alinear estos incentivos dispares, que han sido ilustrados por el refrán popular que dice que “el ojo del amo engorda el ganado”.

El Nobel a Hart y Holmström, seamos claros, pertenece al primer grupo: es un premio a aportes que les sirven más a otros economistas que a la política pública o a la generación de debates para un público amplio.

(*) Economista

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