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¿Nuevamente el debate entre oferta y demanda?

Tanto desde lo discursivo como de las medidas concretas, el Gobierno parece debatirse entre profundizar el enfoque por el lado de la oferta o reincidir, al menos parcialmente, en el de impulso a la demanda interna.

18 julio de 2016

por Gabriel Caamaño Gómez (*)

Lograr que el nivel de actividad económica se expanda no es un desafío menor. A grandes rasgos, hay dos formas extremas de encarar el problema. La primera consiste en incentivar la demanda interna vía política fiscal y/o monetaria expansiva para que “el tirón” que supone la combinación de mayor gasto público y privado genere oportunidades para incrementar la producción local y, en su caso, impulse la inversión en mayor capacidad productiva.

La segunda busca adoptar un política fiscal austera (ancla) y una política monetaria acomodaticia (antíciclica) de forma de asegurar un entorno macroeconómico estable en el mediano-largo plazo. Y, al mismo tiempo, busca mejorar los niveles de eficiencia en la asignación los factores productivos y, consecuentemente, los niveles de productividad de los mismos vía corrección de distorsiones, reformas estructurales y/o mejoras en la infraestructura, dinamizando la producción y generando oportunidades de inversión.

Los escenarios

El primer enfoque fue intensamente utilizado en los últimos doce años. Con posterioridad a la crisis de 2001-2002, la elevada disponibilidad de factores productivos ociosos (altos niveles de capacidad ociosa y alto desempleo) y la subutilización de la infraestructura disponible justificaban su adopción como forma de lograr una rápida recuperación.

Sin embargo, en la medida en que la disponibilidad de factores ociosos se fue reduciendo, se fue congestionando la infraestructura y comenzaron a surgir cuellos de botella, el desafío cambió (crecer no es lo mismo que recuperarse) y el enfoque fue reduciendo progresivamente sus niveles de eficiencia.

Peor aún, cuando, ante la reducción de la intensidad del viento de cola que suponía en el contexto externo históricamente favorable, fue necesario recurrir a estrategias tributarias y de financiamiento cada vez más agresivas para sostener el sesgo expansivo. Consecuentemente, el tirón de demanda impulsó cada vez menos la producción local y la inversión, y cada vez más la inflación y las importaciones.

Los números

No hace falta ahondar mucho más al respecto pues la estanflación tan característica de los últimos cuatro años fue y es una muestra cabal del agotamiento de ese enfoque.

Al respecto, según la base 2004 de las cuentas nacionales locales, recientemente revisada por el Indec, el PIB local promedió una tasa de expansión de sólo 0,24% anual entre 2015 y 2011 (+1% acumulado) frente a un índice de precios implícitos que durante el mismo período hizo lo propio en 27,2% anual (162% acumulado).

En tanto, la cuenta corriente en bienes y servicios pasó de registrar un superávit equivalente a 1,7% del PIB en 2011 (máximo de 7% en 2004) a un déficit de 0,8% en 2015 en el contexto del endurecimiento de los controles de capitales y las trabas a las importaciones. Y la tasa de inversión interna bruta fija pasó de un insuficiente 17,2% (máximo de 19,5% en 2007) en 2011 a sólo 15,6% en 2015.

Así estamos Ahora bien. Hacia fines de 2015, al agotamiento del primer enfoque se sumaba el caldo de cultivo propicio para una ajuste disruptivo que suponía la combinación de fuerte desequilibrio fiscal, presión fiscal récord, elevado deterioro patrimonial del BCRA, altos niveles de liquidez, alta y sostenida inflación, fuerte atraso cambiario, cuenta corriente en franco desequilibrio y mercados de capitales internacionales cerrados, entre otros. Con lo cual, a priori, la elección de enfoque del Gobierno de Mauricio Macri estaba seriamente condicionada. Por no decir que no tenía alternativa.

En el mismo sentido jugaban las enormes oportunidades de dinamizar la oferta vía liberalización de los distintos componentes de la balanza de pagos, reingreso en los mercados de capitales, corrección de distorsiones de precios, eliminación de controles y trabas administrativas, reducción de niveles excesivos de presión tributaria específica, mejoras de infraestructura y eliminación de cuellos de botella.

Precisamente, y más allá del necesario enfoque gradualista adoptado en la implementación del ajuste fiscal (dados la complicada realidad social), en ese sentido parecía encaminarse la cuestión si examinamos el maratón de medidas adoptadas durante los primeros cien días de Gobierno.

Sin embargo, luego de ese primer impulso, el ímpetu parece haber disminuido. A lo que se suma, por un lado, resultados peores a los esperados (en parte por haber puesto metas demasiado optimistas, en parte por subestimar la gravedad de los problemas y en parte como resultado del propio enfoque gradual), errores importantes de implementación (especialmente en el tema tarifario), el impacto sobre el humor social del propio proceso de ajuste gradual y las necesidades políticas de una administración que ve las elecciones de medio término de 2017 como una especie de revalidación de las presidenciales de 2015. Y, por el otro lado, la capacidad de financiamiento adicional que supusieron el blanqueo y el retorno a los mercados de capitales internacionales.

Respecto de los resultados, siempre de acuerdo a nuestras estimaciones, vale la pena considerar que el primer semestre de 2016 cerró con una caída de 1,1% anual del nivel de actividad y que, lo más probable, es que en el año promedió un retroceso en torno a 1,5% anual. En tanto, la inflación acumulada durante el primer semestre estuvo en torno a 29% para el Area Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) y muy probablemente cerrará el año bien por encima de 35%. Es decir, más de 10 puntos por encima de la que hasta hace poco era la meta oficial. Léase, 2016 volverá a ser una año claramente estanflacionario.

En consecuencia, tanto desde lo discursivo como de las medidas concretas, el Gobierno parece debatirse entre profundizar el enfoque por el lado de la oferta o reincidir, al menos parcialmente, en el de impulso a la demanda interna.

Sabemos que el segundo sólo puede darle cierto alivio a sus necesidades políticas de corto plazo, a costo de postergar el ajuste y volver a profundizar los desequilibrios macroeconómicos de fondo. Esperemos que el duro traspié con el cuadro tarifario del gas natural de red no se haya convertido en el golpe definitivo en ese sentido. Y que el parche contraproducente elegido para salir de ese entuerto (tope de 400%) y la decisión de volver a usar reservas del BCRA para afrontar vencimientos de deuda externa a cargo del Tesoro Nacional no sean las primeras señales en ese sentido.

(*) Economista y director de Consultora Ledesma.

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