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¿Es la inflación, el desempleo o las expectativas, estúpido?

El humor político de los argentinos

12 julio de 2013

(Columna de Martín Tetaz, economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS). Twitter: @martintetaz)

En un famoso paper publicado en The American Economic Review, Di Tella, MacCulloch y Oswald demostraron, usando encuestas de felicidad en doce países europeos más los Estados Unidos, que la gente priorizaba el desempleo por sobre la inflación en sus funciones de utilidad (si es que existe tal cosa como una función de utilidad).

Los autores encontraron que, en promedio, la gente estaba dispuesta a intercambiar 1% de desempleo por 1,7% de inflación, lo que sugiere que en principio el Gobierno ha elegido correctamente su posicionamiento en la curva de Phillips, priorizando la expansión de la demanda agregada por encima del desempleo.

La Argentina

En un capítulo que acabamos de escribir con Pablo Schiaffino para el Global Handbook of Wellbeing and Quality of Life, encontramos también evidencia del fuerte impacto del desempleo en la calidad de vida analizando 28 años de datos sobre felicidad en la Argentina.

Abonando la “paradoja de Easterlin”, la felicidad no correlacionó con el ingreso per capita. Aunque subió fuertemente en 1991, probablemente como consecuencia del éxito de la convertibilidad en bajar la escalada de los precios, lo cierto es que cayó nuevamente en 1995, incluso cuando la inflación se había pulverizado en el ínterin (recordemos que en los doce meses que siguieron al lanzamiento del plan Cavallo, el IPC aumentó 24,9% pero en 1995 la suba fue sólo del 1,6%). El desempleo, efecto tequila mediante, trepaba entonces a su máximo histórico del 18,6%.

Con la caída del desempleo que siguió a la normalización en el ingreso de capitales, otra vez volvimos a ser más felices en 1999 y hubo un espectacular salto hacia el 2006, producto de la recuperación del empleo, aun cuando nos despedimos de la inflación baja de los '90.

Mirando la evolución de la felicidad por regiones, el impacto del empleo se hace más notorio. En la ciudad de Buenos Aires, no hay cambios estadísticamente significativos en la década pasada ni entre 1995 y el 2006, pero en el Gran Buenos Aires la gente estuvo claramente menos satisfecha con su vida durante la convertibilidad, para pegar un salto espectacular promediando 7,7 puntos en la escala de felicidad hacia el 2006.

En el interior del país, que sumó al efecto reactivador del dólar alto los notables precios internacionales de los commodities, fue donde más creció la alegría, cerrando 2011 con un 8,1 en el boletín de calidad de vida.

Ahora bien, la motivación de Di Tella y sus colegas era que los manuales de macroeconomía modernos descansaban en el supuesto de que existía una función de bienestar social que dependía del desempleo y la inflación, pero nunca se había probado empíricamente dicha función ni se habían calibrado sus componentes.

La inspiración detrás del título de esta columna es que aunque los trabajos pioneros de Valdimer Key y Gerald Kramer en los '60 y '70 probaron la correlación entre la economía y los resultados electorales (algo que evidentemente tenía en mente Bill Clinton cuando en 1992 enarboló el famoso slogan “es la economía, estúpido”), lo concreto es que compite en el imaginario popular la idea de que la recuperación del crecimiento puede mejorar las chances del oficialismo en las próximas elecciones, con la cuasi certeza de que la gente está cansada de la inflación y pasará la factura en agosto y octubre.

El equilibrio kirchnerista

Le pedí entonces a Mariel Fornoni y Matías Carugati, de Managment and Fit, la serie con la evolución de la imagen de Cristina Fernández de Kirchner de los últimos seis años y armé una base de datos con los resultados de tres índices que publica la Universidad Torcuato Di Tella (Confianza del Consumidor, Expectativas de Inflación y Demanda Laboral), sumándole el Indice de Salarios del Indec y la evolución de un IPC (Indec hasta el 2006, siete provincias hasta 2011 e IPCCongreso luego), apliqué logaritmos, metí todo en la coctelera del STATA y encontré los siguientes resultados:

Cada aumento del 1% en la demanda laboral, sube la imagen positiva de la Presidenta 2,25%, mientras que 1% de caída en el salario real (técnicamente, la diferencia entre el logaritmo del Indice de Salarios y el logaritmo del IPC) empeora la imagen 1,74%, demostrando que aquí también la gente prioriza el empleo por sobre la inflación, aunque en una relación más moderada que la encontrada en el trabajo de Di Tella (1,29 a 1). Pero lo notable es que el modelo así especificado permite explicar el 52,2% de la varianza o, puesto en otras palabras para los menos legos en estadística, quiere decir que 41,8% de las oscilaciones en la imagen de Cristina no tienen que ver con cuestiones económicas objetivas, mientras que si construimos un modelo usando como variables independientes solo el Indice de Confianza del Consumidor (ICC) y el de Expectativas de Inflación (EI), el poder explicativo se eleva al 73,3%, dejando sólo un 26,7% a “la política” u otros factores.

No sólo eso, sino que mirando estas variables subjetivas crece muchísimo la diferencia entre la preocupación por la marcha de la economía en general versus la sensación respecto a la evolución futura de los precios. El 1% de mejora en la confianza de los consumidores eleva 2,26% la imagen de la Presidenta, al tiempo que la percepción de un aumento en la inflación del 1% sólo erosiona 0,55% las buenas opiniones que cosecha la Mandataria.

El desempleo, entonces, importa más que la inflación, pero lo que más influye, aún en nuestro humor electoral, son las expectativas, que magnifican la diferencia de nuestras preferencias por una economía que crezca, aunque tenga que pagar el costo de una mayor inflación..

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