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Control de precios

La reedición de un fracaso.

26 febrero de 2013

(Columna de Silvana Melitsko, economista de la Fundación Pensar)

Mucho se ha hablado en los últimos meses acerca del malhumor social y el pesimismo imperante en algunos sectores de la sociedad, y de la clase media en particular. En referencia al episodio en el que un grupo de pasajeros de Buquebus increpó al secretario de Política Económica, Axel Kiciloff, cuando regresaba de vacaciones, mientras que el oficialismo adjudicó esta conducta al “inconsciente facho” inscripto en el ADN de nuestra maldita clase media, la oposición vio una respuesta al autoritarismo de un Gobierno que usa y abusa de las redes sociales y la cadena nacional para “escrachar” a ciudadanos en desacuerdo con sus políticas. Sin entrar en debates acerca de la legitimidad o corrección política del abucheo como modo de expresión, un aspecto que los analistas no han enfatizado es que un amplio segmento de la sociedad percibe de manera cada vez más intensa la conexión entre el perfil crecientemente intervencionista de la política económica y sus frustraciones cotidianas.

Se ha vuelto evidente para mucha gente que sus dificultades a la hora de viajar, comprar y vender propiedades, y mantener el poder adquisitivo de sus ingresos, son consecuencias directas del (des)manejo de la economía, y no resultado de un contexto internacional que pocas veces ha sido tan favorable. No les resulta creíble una presidente del Banco Central que sostiene que “es totalmente falso decir que la emisión genera inflación”, así como tampoco genera optimismo la reedición de teorías de la inflación que atrasan varias décadas ni la implementación de recetas que fracasaron en forma reiterada, incluso en manos de este mismo Gobierno. Hoy en día, la ejecución de una política monetaria responsable es defendida en todo el mundo por gobiernos tanto de izquierda como de derecha, y el discurso construido por el oficialismo desestimando consensos en los que confluye un amplio espectro ideológico se va cayendo a pedazos.

Para entender la desconfianza que genera el congelamiento de precios anunciado recientemente, revisemos los resultados de los “acuerdos” introducidos en 2005 para frenar el precio de la carne. Ante las dificultades para garantizar su cumplimiento, el hoy secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, impulsó una batería de medidas (fijación de pesos mínimos de faena, suba de retenciones, licencias no automáticas y cuotas de exportación) que potenciaron los efectos negativos de la sequía de 2008-2009 y provocaron una caída del stock ganadero de 10 millones de cabezas entre 2007 y 2011.

A causa de estas políticas, en 2012 las exportaciones de carne vacuna alcanzaron el nivel más bajo de los últimos diez años. En noviembre de 2005, justo antes de que Moreno se pusiera al hombro la tarea de cuidar “la mesa de los argentinos”, el kilo de asado se ubicaba por debajo de los $8. Hoy ronda los $40, siendo el aumento de precios consecuencia directa de la estrepitosa caída de la oferta propiciada por la intervención. El congelamiento de precios y tarifas energéticas fue instaurado a principios de la década también con la idea de poner un ancla a la inflación, pero la negativa a proceder a su revisión y establecer un marco regulatorio previsible que estimule las inversiones para aumentar la capacidad productiva generó una crisis energética cuyas dimensiones se ponen en evidencia día a día. Mientras que en 2006 nuestro país exportaba combustibles y energía por US$ 7.813 millones e importaba por US$ 1.732 millones, en 2012 este rubro arrojó un saldo comercial negativo de US$ 2.738 millones.

El cepo al dólar y las necesidades crecientes de financiamiento del sector público para subsidiar a empresas energéticas que no logran cubrir sus gastos operativos se relacionan de manera directa con esta intervención. Ante los reiterados fracasos cabe preguntarse por qué el Gobierno insiste en controlar precios e intervenir de manera directa en los mercados en lugar de encarar la inflación como lo que es: un resultado de desequilibrios a nivel macroeconómico.

La respuesta es que el ala dura del oficialismo persigue un proyecto que prioriza la concentración y perpetuación en el poder antes que la racionalidad económica, y esto se ve reflejado en los criterios utilizados para seleccionar y promover a los funcionarios que diseñan y ejecutan la política económica. Por esta razón, es poco probable que se renuncie a la emisión monetaria como vía de financiamiento, ya que provee a la Administración Central de una masa de recursos no coparticipables que pueden ser usados a discreción para disciplinar a vastos sectores políticos y sociales.

El malhumor refleja, entonces, también el hartazgo de un sector de la sociedad que rechaza la prepotencia y extorsión ideológica de un Gobierno que ante el agotamiento de sus políticas responde redoblando la apuesta y yendo por más.

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