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¿Se nace o se hace?

Un debate con consecuencias económicas

01 febrero de 2013

(Columna de Robert Skidelsky, profesor emérito de economía política de la Universidad de Warwick. Project Syndicate, 2012)

El editor del periódico The Guardian, Alan Rusbridger, ha escrito un libro acerca de cómo él decidió tocar el piano veinte minutos al día. Dieciocho meses más tarde, tocó la terriblemente difícil Balada No. 1 en sol menor de Chopin frente a una audiencia de amigos que lo admiraron. ¿Podría cualquier persona haber hecho esto o se requiere de un talento especial?

El debate sobre si “se nace o se hace” ha existido desde ya hace mucho tiempo. Se encuentra sin resolver porque la pregunta científica siempre se ha enredado con temas políticos. En términos generales, aquellos que enfatizaban las capacidades innatas fueron políticos conservadores; aquellos que hacían hincapié en las capacidades desarrolladas mediante la crianza fueron políticos radicales.

El filósofo del siglo XIX John Stuart Mill pertenecía a la escuela de “cualquiera puede hacerlo”. Estaba convencido de que sus logros no se debían de ninguna manera a una herencia superior: cualquier persona con “salud e inteligencia normales” y quien hubiese sido sometido al sistema educativo de su padre ?que incluyó aprender griego a la edad de tres años? podría haberse convertido en John Stuart Mill. Mill fue parte del ataque liberal al privilegio aristocrático durante su siglo: los logros eran el resultado de la oportunidad, no del nacimiento. La práctica de las facultades humanas (la educación) desencadena un potencial que de otra manera permanecería dormido.

Charles Darwin aparentemente anuló esta visión optimista de los posibles efectos beneficiosos de la crianza. Las especies evolucionan, dijo Darwin, a través de la “selección natural” ?la selección al azar, a través de la competencia, de las características biológicas favorables para la supervivencia en un mundo de recursos escasos?.

Herbert Spencer utilizó la frase “la supervivencia del más apto” para explicar cómo las sociedades evolucionan. Los darwinistas sociales interpretaron la selección natural en el sentido de que cualquier esfuerzo humanitario para mejorar la condición de los pobres impediría el progreso de la raza humana con semejante carga. La sociedad gastaría sus escasos recursos en perdedores en vez de ganadores. Se ajustaba a la ideología de un tipo de capitalismo que se adscribía a la lucha sangrienta “con uñas y dientes”.

De hecho, el darwinismo social proporcionó una justificación seudocientífica para la creencia estadounidense en el laissez-faire (con el hombre de negocios exitoso como la personificación de la supervivencia del más apto); para la eugenesia (el intento deliberado de criar individuos superiores, según el modelo de la cría de caballos, y evitar la “sobrecrianza” de los no aptos), y para las teorías raciales sumamente eugenésicas del nazismo.

Los cambios

En reacción a las tendencias asesinas del darwinismo social, la perspectiva de Mill llegó a ser dominante después de la Segunda Guerra Mundial, tomando la forma de la democracia social. La acción del Estado para mejorar la alimentación, la educación, la salud y la vivienda permitirían que los pobres desarrollen todo su potencial. La competencia, como principio social, fue degradada a favor de la cooperación. No se niegan las diferencias en las capacidades innatas (al menos por los perspicaces).

Sin embargo, se consideró de manera acertada que existía una enorme cantidad de trabajo por hacer en cuanto a elevar los niveles promedio de rendimiento antes de comenzar a preocuparse acerca de que las políticas estuviesen promoviendo la supervivencia de los no aptos. Posteriormente, el estado de ánimo comenzó a cambiar nuevamente. Se atacó a la socialdemocracia por penalizar a los exitosos y recompensar a los no exitosos. En el año 1976, el biólogo Richard Dawkins identificó la unidad de selección darwiniana como el “gen egoísta”.

La historia evolutiva en aquel momento se redefinía como una batalla de genes para asegurar su supervivencia a través del tiempo por medio de mutaciones, las mismas que crean individuos (fenotipos) que se encuentran mejor adaptados para transmitir sus genes. En el curso de la evolución, los fenotipos inferiores desaparecen. Aunque no hubiese sido posible tener esta visión de la evolución antes del descubrimiento del ADN, no es casualidad que saltó a la fama en la era de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Sin duda, el gen egoísta debe ser “altruista” en la medida en que su supervivencia depende de la supervivencia del grupo de parentesco. Pero no tiene que ser tan altruista. Y, a pesar de que Dawkins más tarde lamentó haber denominado a su gen con la palabra “egoísta” (él dice que “inmortal” hubiese sido una mejor denominación), su elección de adjetivo fue sin duda la que mejor se adaptó para maximizar las ventas de su libro en ese momento en particular.

La esencia

Desde aquel entonces, nos hemos alejado de la apología del egoísmo, pero no hemos recuperado un lenguaje moral independiente.

La nueva ortodoxia, adecuada para un mundo en el que la avaricia desenfrenada ha demostrado ser económicamente desastrosa, indica que la especie humana está genéticamente programada para ser moral, porque sólo actuando moralmente (cuidando de la supervivencia de los demás) puede asegurar su propia supervivencia a largo plazo. La metáfora del cableado (hard-wiring, en inglés) domina el lenguaje moral contemporáneo. Según el gran rabino del Reino Unido, Jonathan Sacks, las creencias religiosas son útiles para nuestra supervivencia al inducirnos a actuar en maneras socialmente cooperativas: “Tenemos las neuronas espejo que nos llevan a sentir dolor cuando vemos el sufrimiento de los demás”, escribió recientemente.

El respeto por los demás se “ubica en la corteza prefrontal”. Y la religión “reconfigura nuestro tejido neuronal”. En pocas palabras: “Lejos de refutar la religión, los neodarwinistas nos han ayudado a entender por qué es importante”. Así que no tenemos que temer que la religión decline. Los ateos pueden no estar de acuerdo. No obstante, esta es una afirmación extraordinaria cuando la hace un líder religioso porque pone a un lado la disyuntiva sobre la verdad o falsedad, o el valor ético de las creencias religiosas. O mejor dicho: todo ese cableado en la corteza prefrontal debe ser ético, porque es bueno para la supervivencia.

Pero, en ese caso, ¿qué valor ético hay en la supervivencia? ¿Tiene la continua supervivencia de la raza humana algún valor en sí misma, independientemente de lo que nosotros podamos llegar a lograr o crear? Tenemos que rescatar la moralidad de las pretensiones de la ciencia. Tenemos que afirmar lo que los filósofos y profesores de religión en todo momento han afirmado: que hay algo que se llama la buena vida, que es distinto a la supervivencia, y que nuestra comprensión de dicha buena vida tiene que enseñarse en la misma forma que el padre de Mill le enseñó los elementos del libro Los Analíticos Posteriores de Aristóteles.

Nuestra naturaleza nos puede predisponer a aprender, pero lo que aprendemos depende de la forma en la que nos crían.

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