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La felicidad es la igualdad

Crecimiento y distribución.

29 octubre de 2012

(Columna de Robert Skidelsky, profesor emérito de Economía Política de la Universidad de Warwick. Project Syndicate, 2012)

El rey de Bután quiere hacernos felices a todos. Los gobiernos, sostiene, deberían dedicarse a maximizar la Felicidad Nacional Bruta (Gross National Happiness) de sus poblaciones en lugar del Producto Bruto Interno (PIB). ¿Este nuevo hincapié en la felicidad representa un viraje o sólo es una moda pasajera?

Es fácil entender por qué los gobiernos deberían dejar de centrarse en el crecimiento económico cuando éste se vuelve tan difícil de conseguir. Las perspectivas de crecimiento este año para la eurozona son nulas. La economía británica y la griega se están contrayendo, aunque en Grecia llevan más años de contracción. Incluso las previsiones apuntan a una desaceleración de la economía china.

¿Por qué no dejar a un lado el crecimiento y mejor disfrutar lo que tenemos? Sin duda, este sentimiento pasará cuando se restablezca el crecimiento, lo que seguramente sucederá. No obstante, se ha producido un cambio profundo en la forma de concebir el crecimiento, que probablemente le quitará preponderancia al crecimiento en el futuro ?en especial en los países ricos?. El primer elemento que influyó para dejar de lograr el crecimiento fue la preocupación en torno a su sostenibilidad. ¿Podremos seguir creciendo a tasas como las de antes sin poner en riesgo nuestro futuro?

Cuando las personas empezaron a hablar de los límites “naturales” del crecimiento en los años setenta, se referían al inminente agotamiento de los alimentos y los recursos naturales no renovables. Recientemente, el debate se ha centrado en las emisiones de carbono. Como se destaca en el Informe Stern de 2006, debemos sacrificar crecimiento ahora para asegurar que en el futuro no terminemos fritos. Curiosamente, un tema tabú de este debate es la población. Mientras menos personas haya, menor será el riesgo de calentamiento del planeta. Sin embargo, en lugar de aceptar el declive natural de sus poblaciones, los gobiernos de los países ricos absorben más y más personas para frenar los salarios y, por ende, crecer más rápidamente.

¿Para qué crecer?

Hay inquietudes más recientes que se refieren a lo decepcionante que resulta el crecimiento. Se va entendiendo cada vez más que el crecimiento no necesariamente aumenta nuestro sentido de bienestar. Entonces, ¿para qué seguir creciendo? La base de este planteamiento se hizo hace un tiempo ya. En 1974, el economista Richard Easterlin publicó un famoso artículo, “Does Economic Growth Improve the Human Lot? Some Empirical Evidence” (¿Mejora el crecimiento económico el bienestar humano? Un poco de evidencia empírica).

Después de correlacionar el ingreso per capita y los niveles de percepción de felicidad en varios países, llegó a la asombrosa conclusión: probablemente no. Easterlin no encontró correlación entre la felicidad y el PIB per capita una vez logrado superar un nivel bajo de ingresos (suficiente para satisfacer las necesidades básicas). En otras palabras, el PIB es una medida insuficiente del sentimiento de satisfacción personal.

Ese resultado fomentó nuevos esfuerzos para concebir índices alternativos. En 1972, dos economistas, William Nordhaus y James Tobin, introdujeron una medida que denominaron “Bienestar Económico Neto (BEN)”, que se calcula descontando los “malos” efectos del PIB, como la contaminación, y se le suma las actividades externas del mercado, como el esparcimiento. Mostraron que una sociedad con más esparcimiento y menos trabajo podría tener el mismo bienestar que una con más trabajo ?y por ende más PIB? y menos esparcimiento.

Métricas más recientes han tratado de incorporar una serie más amplia de indicadores de “calidad de vida”. El problema es que uno puede medir muchas cosas pero no la calidad de vida. Combinar cantidad y calidad en algún índice de “sentimiento de satisfacción personal” es una cuestión de moral y no de economía, por lo que no sorprende que la mayor parte de los economistas se apeguen a sus medidas cuantitativas de “bienestar”. Sin embargo, otros descubrimientos han empezado a influir el debate actual sobre el crecimiento: las personas pobres de un país son menos felices que las personas ricas.

En otras palabras, una vez satisfechas las necesidades básicas, los niveles de felicidad de las personas dependen mucho menos de su ingreso bruto que de su ingreso en comparación con algún grupo de referencia. Constantemente comparamos nuestro bienestar con el de otros y podemos sentirnos superiores o inferiores cualquiera que sea nuestro nivel de ingreso. El bienestar depende mucho más de cómo se distribuyen los frutos de ese crecimiento que de la cantidad absoluta. En otras palabras, lo que es importante para el sentimiento de satisfacción es el crecimiento del ingreso mediano y no del ingreso medio, es decir, el ingreso de una persona típica.

Pensemos en una población de diez personas (digamos, una fábrica) cuyo director ejecutivo gana US$ 150.000 al año y las otras nueve personas ganan US$ 10.000 cada una. La media de sus ingresos es US$ 25.000, pero el 90% gana US$ 10.000 dólares. Con este tipo de distribución del ingreso, sería sorprendente si el crecimiento aumentara el sentimiento de bienestar de una persona típica.

No es un ejemplo vano. En las últimas tres décadas, los ingresos medios (los promedios) han estado aumentando constantemente en las sociedades ricas, pero los ingresos típicos (los medianos) se han estancado o incluso reducido. Es decir, una minoría ?una muy pequeña minoría en países como los Estados Unidos y Gran Bretaña? han absorbido la mayor parte de los rendimientos del crecimiento. En esos lugares no queremos más crecimiento, sino más igualdad. Más igualdad no sólo produciría la satisfacción que conlleva una mayor seguridad y una mejor salud, sino también la satisfacción que se origina de tener más esparcimiento, más tiempo para estar con la familia y amigos, más respeto de nuestros semejantes y más opciones de vida. Una gran desigualdad nos hace más ávidos de bienes porque constantemente estamos pensando en que tenemos menos que los demás.

Vivimos en una sociedad agresiva con padres superdinámicos y madres protectoras, que se presionan mutuamente e impulsan a sus hijos a “salir adelante y ser los primeros”.

El filósofo del Siglo XIX John Stuart Mill tenía una visión más civilizada al respecto: “Confieso que no me fascina el ideal de vida que adoptan aquellos que piensan (?) que atropellar, aplastar, dar codazos y obstaculizarse mutuamente, que en sí constituye el tipo de vida social existente, sea el destino más deseable para la humanidad (?) El mejor estado de la naturaleza humana es uno en el que, si bien nadie es pobre, tampoco nadie desea ser más rico y nadie tiene motivos para temer que los esfuerzos de otros para progresar lo hagan retroceder”. Esa lección la han olvidado muchos economistas actualmente, pero no el rey de Bután ?o las muchas personas que han entendido los límites de la riqueza cuantificable?.

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